De pasiones y misterios està hecha la vida, no? No podemos saberlo todo, de hecho nos quedamos siempre, en la vida real, con alguna de las versiones de las muchas historias que pueblan nuestras vidas... Entonces, por què pretender que las historias de la literatura nos cuenten absolutamente "todo"?
Mejor si en el misterio literario, y en los eternos laberintos de las pasiones humanas, queden... asì como semillitas panaderas al viento... los muchos misterios y soluciones posibles que ponen el condimento a toda historia... para alimentar y dejar volar nuestra imaginaciòn.
Los dejo con la historia que sigue y espero que la disfruten, cafecito o mate en mano, en esta tarde lluviosa, o en cualquier otra!!
Abrazos...
domingo, 27 de septiembre de 2009
Victorian Assylum
Al anochecer, cuando llegaron a destino, Delfina notó que el dedo en el que llevaba el anillo de bodas aún le dolía...
Ese día, cuando partieron, una cortina gris de neblina entristecía la mañana. Al rato de conducir, las profundidades moradas que hundían los ojos de su flamante esposo, se disiparon, como la niebla, esa niebla presagiosa, que así como venía, se dispersaba. Como si Quinquela, desde el cielo, diera vida, al desdibujado boceto del paisaje.
Se instalaron en el “bungalow” cuando el sol ya se había ocultado y la noche aún se hacía esperar. Afuera, la laguna era un óleo de bamboleantes cintas rosadas y celestes. De pronto, ese espejo fue solo una lágrima abandonada en el suelo de la bahía, con la superficie agrietada por el regreso de las lanchas hacia la costa.
Carlos, indiferente, comenzó a desempacar algunas cosas. En su cabeza resonaban las palabras del viejo, “Solo si se casa con Delfina podrá volver a pisar esta casa”.
Primero, sacó la caña de pescar y luego, todos sus enseres. No la miraba. Pero ella siempre supo que nunca la había querido de ese modo.
Los momentos de tensión habían pasado. El grito de dolor de ella, cuando en un arranque de nervios le quiso sacar a la fuerza el anillo, lo hizo entrar en razones. Después de todo, Delfina era también una criatura manipulada por un hombre enfermo de soledad y culpas.
La enorme cama nupcial dormía plácidamente debajo de los novios. Distanciados y en silencio, ninguno de ellos había podido cerrar los ojos.
-Tu papá me obligó a esto, no te lamentes ahora, porque vos no quisiste negarte. Tampoco pretendas que yo haga de esposo porque bien sabés como me siento.
-Perdonáme pero mi hermana nunca hubiera podido casarse, ya sabés cómo está ella. Papá hizo lo mejor. La verás todos los días… y… además yo siempre te quise mucho.
Carlos le dio la espalda y lloró un río de diez años.
Diana, sentada en el jardín, permanecía con la mirada perdida en algún episodio de su infancia, en la cual se había recluido hacía algún tiempo. En aquel instante intentaba recordar qué uso solía darle al ábaco de pequeños garbanzos dorados que tenía entre las manos.
-¡Papá!, llamó de pronto, -hace mucho que no viene Carlos a visitarme. Y Delfi, ¿dónde está? Me siento muy sola, ¡papi!
El hombre, cansado de repetir una y otra vez las mismas cosas, se acercó y le recordó por enésima vez que su hermana se había casado con Carlos y que estaban en viaje de bodas. Le dijo que pronto estarían viviendo todos juntos en la casona y que la familia comenzaría a crecer. Cada tanto, observaba la suavidad de sus rasgos, el rojo fogoso del cabello que peinaba en dos gruesas trenzas que trepaban por su cabeza y se unían coronándola en un ramillete de azahares o de violetas. Parecía una mujer alegre y normal, si no se tomaban en cuenta las oscuras cicatrices que surcaban sus muñecas. En ese momento, una diminuta flor se desprendió del tocado y se deslizó lentamente por la línea de la nuca. La inundó un escalofrío y al notar la mirada del padre, le dirigió una única sonrisa que lo paralizó. Como si Dios castigara abiertamente su pecado, ella se estaba volviendo idéntica a la madre.
Carlos encarnaba con cuidado en su anzuelo, un gusano mitad blanco, mitad marrón que se retorcía tratando de liberarse de su destino. Era imposible, el filo plateado había atravesado su cuerpo de lado a lado. Ahora volaba hacia el centro de la laguna y caía velozmente hacia el oscuro abismo, para quedarse allí hasta que llegara la presa. En la superficie, justo sobre él, una boya anaranjada delataba su presencia y en ella se fijaban los ojos del pescador.
Se sentía un anciano a pesar de sus treinta años. Recordó la fiesta, casi infantil, que habían dado un par de semanas atrás para los veintinueve de Diana, las miradas que el viejo le dirigía y que ella no percibía, la extraña muerte de la madre, que parecía vivir en un estado de depresión permanente y despreciando a su esposo e insultándolo cada vez que podía. Miró hacia la ventana iluminada de la pequeña vivienda y se sintió un traidor. Allí la chica, una docena de años menor que él, jugaba entusiasmada a ser la señora de la casa.
Desde que habían llegado al lugar, cada anochecer, le parecía ver a Diana ya curada, caminando hacia él, sonriente sobre el agua. Por eso pescaba hasta tan tarde. Creía verla radiante, como cuando estudiaban juntos, en aquellos lejanos años antes de la tragedia y la locura.
Todavía no había pique y seguía esperando a ver qué pasaba, cuando Delfina se le acercó trayendo una bandeja con sándwiches y comenzó a susurrarle:
-Carlos, hablé con papá y me dijo que el día que nos fuimos decidió internar a Diana en un asilo para enfermos mentales. El doctor le recomendó que la aleje de los recuerdos de mamá por un tiempo. Le dijo que el misterio de la muerte guardado en la casa durante todo este tiempo, no había hecho más que empeorar su estado.
Todo cambiaba repentinamente. Se quedó mudo. Las palabras de la chica lo golpearon en el pecho como una piedra arrojada al medio de la laguna. Pasó de ser un traicionero, a sentirse un idiota traicionado.
Observó a Delfina, por primera vez, pero la mirada insensible de la chica, lo golpeó de nuevo, más fuerte aún. Se levantó mareado. Clavó los ojos en la tenebrosidad del lago y sobre la alfombra perlada en cuyo extremo dormía la luna, vio venir caminando despacio a Diana. Desamarró uno de los botes de madera que flameaban suavemente en la costa y se fue.
Hilos de sudor corrían por su frente. Se le mezclaban con las lágrimas. Los brazos forzando los remos y su camisa blanca pegada al cuerpo, lo volvían una imagen espectral. Sabía que la ilusión provenía de la oscuridad de su mente. Las ondas del lago modelaban un cuerpo inexistente. Soltó los remos y las convulsiones provocadas por su llanto destruyeron la figura femenina sobre el agua.
Estuvo allí un buen rato. Tanto, que poco a poco, en la orilla, las luces de los “bungalows” se fueron apagando.
Se acostó en el bote. Era tan alto que sus pies sobresalían a proa. No se durmió, tan solo contaba las estrellas de sus culpas. Y descargaba todo el caudal cristalino de sus ojos grises.
Recordaba cuando Diana apareció en su clase. Todavía no tenía dieciocho y era más atrayente que el fuego. Enseguida quiso arder entre las llamaradas brillantes de su pelo. Pero lo tranquilizaba su mirada verde agua. Fue un solo año, pero fue hermoso. La juventud de ambos. Encontrarse bellos, seductores, el uno hacia el otro.
Conquistarla fue sencillo, porque era una joven simple. En respuesta a sus reiterados halagos, dulces y flores, un día giró la cabeza y le dijo que era el muchacho más buen mozo de la universidad, que qué era lo que le había visto a ella. El le contestó que, justamente eso, la vio a “ella” y entonces, nunca habría nadie más.
Luego vino ese amor adolescente que incendiaba el auto de él tantas veces como había oportunidad. Ella se iba transformando rápidamente en mariposa, ayudada por ese amor visceral que él le regalaba. Por supuesto, el estudio quedó bastante marginado. La carrera elegida, entonces fue otra… Hasta el padre había notado el cambio. La nueva belleza de Diana, su nuevo cuerpo, que lo perturbaba, hicieron que quisiera conocer pronto al tal… Carlos…
Quería recordar sólo lo bueno. Lo otro… lo malo, enterrarlo… Se incorporó. La ropa empapada ahora le helaba la piel oscura. Varios surcos partían desde los vértices exteriores de sus ojos y le cruzaban el rostro anguloso. Reflejos de su angustia, de su padecimiento de estos últimos años.
Empezó a remar a toda velocidad. Su torso se ensanchaba esforzado. Pensaba en ella y remaba. En el vaivén de aquel auto viejo. Más fuerte remaba y le dolía el alma. Pensaba en ese cuerpo voluptuoso que cubría con la túnica de su cabello encendido, para enloquecerlo.
Ni bien llegó a la costa, se bajó afiebrado. Entró a la cabaña. De unos manotazos se quitó la ropa. Se arrojó pesadamente en la cama y sacudió de los hombros a Delfina que dormía desde hacía horas. Asustada y por sorpresa le separó las piernas con sus rodillas y la poseyó violenta, impiadosamente. En su inolvidable primera vez un dolor paralizante que no pudo soportar la dejó inconsciente.
Carlos nunca imaginó que haría algo así en su vida. Sentía nacer un hombre horroroso que siempre había habitado dentro de él. Y ésta, no era la primera vez que se asomaba y lo dominaba por completo.
El viejo caminaba nerviosamente con los brazos detrás del cuerpo, en la soledad del amplio hall. Tenía los ojos húmedos. No soportaba la ausencia de su hija mayor.
Diana siempre había sido su obsesión. Su belleza lo apabullaba. La imagen que ella había visto de el…y había borrado… lo trastornaba. Ahora ella era también la culpa que doblegaba su corazón. Las profundas arrugas de su cara cambiaron la ruta de una lágrima que escapó de sus ojos. Golpeó furioso con el puño la pared y aulló. Tomó las llaves del auto que estaban sobre la mesa de mármol rosa del comedor y salió.
El nuevo Carlos volvió a llenar las valijas y una vez que tuvo todo listo, a primera hora de la mañana, tomó a su llorosa esposa y la subió al auto a la fuerza. Quería llegar al caserón para zamarrear al viejo hasta que le diga que hizo con Diana e ir a buscarla de inmediato. Se sentía un idiota, pero sentía una agresividad en su interior que parecía satisfacerlo, de alguna manera. Había cambiado, aunque era un poco tarde para eso…
Ni bien estacionó frente a la casona familiar, la pequeña corrió a su antiguo cuarto de soltera. El buscó a su suegro a los gritos, hasta darse cuenta de que había salido con el auto. Después de bajar el equipaje del coche y arrojarlo en el medio del salón, maldijo y se arrojó en un sillón a beber hasta embriagarse.
Bebía en la oscuridad cuando un sonido de llaves llegó hasta él. El anciano entró en la casa y al prender la luz se encontró con el cuadro de su yerno alcoholizado desparramado en el sillón, y un montón de valijas desordenadas frente a él. Carlos no pudo incorporarse, tiró un manotazo hacia el viejo, que éste esquivó y le lanzó la pregunta del paradero de Diana, a los gritos. El hombre no respondió nada y entre sorprendido y ofuscado, se retiró a su habitación sin hablarle. Carlos era una patética figura enrojecida que apenas podía moverse y al que las oleadas del llanto sacudieron hasta que se durmiera completamente.
A la mañana siguiente, se arrastró hasta la cocina en donde encontró una nota del viejo con una dirección. Se quemó la garganta con un café y huyó en su auto hacia allí.
En el viaje pensó en la idiotez de haber creído la absurda historia de que casándose con Delfina, podría tener siempre cerca, a Diana… sin reparar en que tan sólo así, el viejo se lo sacaba de encima, y lo mantenía controlado… Golpeó el volante con el puño cuando recordó que sus pensamientos eróticos sobre Diana, lo habían hecho forzar a la menor, al tenerla tan cerca en la cama… Se sintió más que insensato, no solo el matrimonio lo ataría…
Llegó a una espléndida mansión victoriana toda coloreada de arenas y rosas pálidos. Victorian Assylum, se leía en una placa de bronce en el portón. Con la cabeza a punto de estallar, traspasó la enorme puerta de hierro. En el eterno jardín con varias mesas y sillas para los visitantes, vio de espaldas, al viejo…
Visto desde allí, imaginaba su semblante triunfante de galán maduro de cine, que se queda con la chica. En un banco de madera, con su preciosa gema sentada en sus rodillas… La inmoral y apergaminada mano del viejo descansando en las redondas caderas… y ella, riendo feliz, echando su luminosa cabeza hacia atrás, niña eterna, perdida para siempre…
Ese día, cuando partieron, una cortina gris de neblina entristecía la mañana. Al rato de conducir, las profundidades moradas que hundían los ojos de su flamante esposo, se disiparon, como la niebla, esa niebla presagiosa, que así como venía, se dispersaba. Como si Quinquela, desde el cielo, diera vida, al desdibujado boceto del paisaje.
Se instalaron en el “bungalow” cuando el sol ya se había ocultado y la noche aún se hacía esperar. Afuera, la laguna era un óleo de bamboleantes cintas rosadas y celestes. De pronto, ese espejo fue solo una lágrima abandonada en el suelo de la bahía, con la superficie agrietada por el regreso de las lanchas hacia la costa.
Carlos, indiferente, comenzó a desempacar algunas cosas. En su cabeza resonaban las palabras del viejo, “Solo si se casa con Delfina podrá volver a pisar esta casa”.
Primero, sacó la caña de pescar y luego, todos sus enseres. No la miraba. Pero ella siempre supo que nunca la había querido de ese modo.
Los momentos de tensión habían pasado. El grito de dolor de ella, cuando en un arranque de nervios le quiso sacar a la fuerza el anillo, lo hizo entrar en razones. Después de todo, Delfina era también una criatura manipulada por un hombre enfermo de soledad y culpas.
La enorme cama nupcial dormía plácidamente debajo de los novios. Distanciados y en silencio, ninguno de ellos había podido cerrar los ojos.
-Tu papá me obligó a esto, no te lamentes ahora, porque vos no quisiste negarte. Tampoco pretendas que yo haga de esposo porque bien sabés como me siento.
-Perdonáme pero mi hermana nunca hubiera podido casarse, ya sabés cómo está ella. Papá hizo lo mejor. La verás todos los días… y… además yo siempre te quise mucho.
Carlos le dio la espalda y lloró un río de diez años.
Diana, sentada en el jardín, permanecía con la mirada perdida en algún episodio de su infancia, en la cual se había recluido hacía algún tiempo. En aquel instante intentaba recordar qué uso solía darle al ábaco de pequeños garbanzos dorados que tenía entre las manos.
-¡Papá!, llamó de pronto, -hace mucho que no viene Carlos a visitarme. Y Delfi, ¿dónde está? Me siento muy sola, ¡papi!
El hombre, cansado de repetir una y otra vez las mismas cosas, se acercó y le recordó por enésima vez que su hermana se había casado con Carlos y que estaban en viaje de bodas. Le dijo que pronto estarían viviendo todos juntos en la casona y que la familia comenzaría a crecer. Cada tanto, observaba la suavidad de sus rasgos, el rojo fogoso del cabello que peinaba en dos gruesas trenzas que trepaban por su cabeza y se unían coronándola en un ramillete de azahares o de violetas. Parecía una mujer alegre y normal, si no se tomaban en cuenta las oscuras cicatrices que surcaban sus muñecas. En ese momento, una diminuta flor se desprendió del tocado y se deslizó lentamente por la línea de la nuca. La inundó un escalofrío y al notar la mirada del padre, le dirigió una única sonrisa que lo paralizó. Como si Dios castigara abiertamente su pecado, ella se estaba volviendo idéntica a la madre.
Carlos encarnaba con cuidado en su anzuelo, un gusano mitad blanco, mitad marrón que se retorcía tratando de liberarse de su destino. Era imposible, el filo plateado había atravesado su cuerpo de lado a lado. Ahora volaba hacia el centro de la laguna y caía velozmente hacia el oscuro abismo, para quedarse allí hasta que llegara la presa. En la superficie, justo sobre él, una boya anaranjada delataba su presencia y en ella se fijaban los ojos del pescador.
Se sentía un anciano a pesar de sus treinta años. Recordó la fiesta, casi infantil, que habían dado un par de semanas atrás para los veintinueve de Diana, las miradas que el viejo le dirigía y que ella no percibía, la extraña muerte de la madre, que parecía vivir en un estado de depresión permanente y despreciando a su esposo e insultándolo cada vez que podía. Miró hacia la ventana iluminada de la pequeña vivienda y se sintió un traidor. Allí la chica, una docena de años menor que él, jugaba entusiasmada a ser la señora de la casa.
Desde que habían llegado al lugar, cada anochecer, le parecía ver a Diana ya curada, caminando hacia él, sonriente sobre el agua. Por eso pescaba hasta tan tarde. Creía verla radiante, como cuando estudiaban juntos, en aquellos lejanos años antes de la tragedia y la locura.
Todavía no había pique y seguía esperando a ver qué pasaba, cuando Delfina se le acercó trayendo una bandeja con sándwiches y comenzó a susurrarle:
-Carlos, hablé con papá y me dijo que el día que nos fuimos decidió internar a Diana en un asilo para enfermos mentales. El doctor le recomendó que la aleje de los recuerdos de mamá por un tiempo. Le dijo que el misterio de la muerte guardado en la casa durante todo este tiempo, no había hecho más que empeorar su estado.
Todo cambiaba repentinamente. Se quedó mudo. Las palabras de la chica lo golpearon en el pecho como una piedra arrojada al medio de la laguna. Pasó de ser un traicionero, a sentirse un idiota traicionado.
Observó a Delfina, por primera vez, pero la mirada insensible de la chica, lo golpeó de nuevo, más fuerte aún. Se levantó mareado. Clavó los ojos en la tenebrosidad del lago y sobre la alfombra perlada en cuyo extremo dormía la luna, vio venir caminando despacio a Diana. Desamarró uno de los botes de madera que flameaban suavemente en la costa y se fue.
Hilos de sudor corrían por su frente. Se le mezclaban con las lágrimas. Los brazos forzando los remos y su camisa blanca pegada al cuerpo, lo volvían una imagen espectral. Sabía que la ilusión provenía de la oscuridad de su mente. Las ondas del lago modelaban un cuerpo inexistente. Soltó los remos y las convulsiones provocadas por su llanto destruyeron la figura femenina sobre el agua.
Estuvo allí un buen rato. Tanto, que poco a poco, en la orilla, las luces de los “bungalows” se fueron apagando.
Se acostó en el bote. Era tan alto que sus pies sobresalían a proa. No se durmió, tan solo contaba las estrellas de sus culpas. Y descargaba todo el caudal cristalino de sus ojos grises.
Recordaba cuando Diana apareció en su clase. Todavía no tenía dieciocho y era más atrayente que el fuego. Enseguida quiso arder entre las llamaradas brillantes de su pelo. Pero lo tranquilizaba su mirada verde agua. Fue un solo año, pero fue hermoso. La juventud de ambos. Encontrarse bellos, seductores, el uno hacia el otro.
Conquistarla fue sencillo, porque era una joven simple. En respuesta a sus reiterados halagos, dulces y flores, un día giró la cabeza y le dijo que era el muchacho más buen mozo de la universidad, que qué era lo que le había visto a ella. El le contestó que, justamente eso, la vio a “ella” y entonces, nunca habría nadie más.
Luego vino ese amor adolescente que incendiaba el auto de él tantas veces como había oportunidad. Ella se iba transformando rápidamente en mariposa, ayudada por ese amor visceral que él le regalaba. Por supuesto, el estudio quedó bastante marginado. La carrera elegida, entonces fue otra… Hasta el padre había notado el cambio. La nueva belleza de Diana, su nuevo cuerpo, que lo perturbaba, hicieron que quisiera conocer pronto al tal… Carlos…
Quería recordar sólo lo bueno. Lo otro… lo malo, enterrarlo… Se incorporó. La ropa empapada ahora le helaba la piel oscura. Varios surcos partían desde los vértices exteriores de sus ojos y le cruzaban el rostro anguloso. Reflejos de su angustia, de su padecimiento de estos últimos años.
Empezó a remar a toda velocidad. Su torso se ensanchaba esforzado. Pensaba en ella y remaba. En el vaivén de aquel auto viejo. Más fuerte remaba y le dolía el alma. Pensaba en ese cuerpo voluptuoso que cubría con la túnica de su cabello encendido, para enloquecerlo.
Ni bien llegó a la costa, se bajó afiebrado. Entró a la cabaña. De unos manotazos se quitó la ropa. Se arrojó pesadamente en la cama y sacudió de los hombros a Delfina que dormía desde hacía horas. Asustada y por sorpresa le separó las piernas con sus rodillas y la poseyó violenta, impiadosamente. En su inolvidable primera vez un dolor paralizante que no pudo soportar la dejó inconsciente.
Carlos nunca imaginó que haría algo así en su vida. Sentía nacer un hombre horroroso que siempre había habitado dentro de él. Y ésta, no era la primera vez que se asomaba y lo dominaba por completo.
El viejo caminaba nerviosamente con los brazos detrás del cuerpo, en la soledad del amplio hall. Tenía los ojos húmedos. No soportaba la ausencia de su hija mayor.
Diana siempre había sido su obsesión. Su belleza lo apabullaba. La imagen que ella había visto de el…y había borrado… lo trastornaba. Ahora ella era también la culpa que doblegaba su corazón. Las profundas arrugas de su cara cambiaron la ruta de una lágrima que escapó de sus ojos. Golpeó furioso con el puño la pared y aulló. Tomó las llaves del auto que estaban sobre la mesa de mármol rosa del comedor y salió.
El nuevo Carlos volvió a llenar las valijas y una vez que tuvo todo listo, a primera hora de la mañana, tomó a su llorosa esposa y la subió al auto a la fuerza. Quería llegar al caserón para zamarrear al viejo hasta que le diga que hizo con Diana e ir a buscarla de inmediato. Se sentía un idiota, pero sentía una agresividad en su interior que parecía satisfacerlo, de alguna manera. Había cambiado, aunque era un poco tarde para eso…
Ni bien estacionó frente a la casona familiar, la pequeña corrió a su antiguo cuarto de soltera. El buscó a su suegro a los gritos, hasta darse cuenta de que había salido con el auto. Después de bajar el equipaje del coche y arrojarlo en el medio del salón, maldijo y se arrojó en un sillón a beber hasta embriagarse.
Bebía en la oscuridad cuando un sonido de llaves llegó hasta él. El anciano entró en la casa y al prender la luz se encontró con el cuadro de su yerno alcoholizado desparramado en el sillón, y un montón de valijas desordenadas frente a él. Carlos no pudo incorporarse, tiró un manotazo hacia el viejo, que éste esquivó y le lanzó la pregunta del paradero de Diana, a los gritos. El hombre no respondió nada y entre sorprendido y ofuscado, se retiró a su habitación sin hablarle. Carlos era una patética figura enrojecida que apenas podía moverse y al que las oleadas del llanto sacudieron hasta que se durmiera completamente.
A la mañana siguiente, se arrastró hasta la cocina en donde encontró una nota del viejo con una dirección. Se quemó la garganta con un café y huyó en su auto hacia allí.
En el viaje pensó en la idiotez de haber creído la absurda historia de que casándose con Delfina, podría tener siempre cerca, a Diana… sin reparar en que tan sólo así, el viejo se lo sacaba de encima, y lo mantenía controlado… Golpeó el volante con el puño cuando recordó que sus pensamientos eróticos sobre Diana, lo habían hecho forzar a la menor, al tenerla tan cerca en la cama… Se sintió más que insensato, no solo el matrimonio lo ataría…
Llegó a una espléndida mansión victoriana toda coloreada de arenas y rosas pálidos. Victorian Assylum, se leía en una placa de bronce en el portón. Con la cabeza a punto de estallar, traspasó la enorme puerta de hierro. En el eterno jardín con varias mesas y sillas para los visitantes, vio de espaldas, al viejo…
Visto desde allí, imaginaba su semblante triunfante de galán maduro de cine, que se queda con la chica. En un banco de madera, con su preciosa gema sentada en sus rodillas… La inmoral y apergaminada mano del viejo descansando en las redondas caderas… y ella, riendo feliz, echando su luminosa cabeza hacia atrás, niña eterna, perdida para siempre…
martes, 22 de septiembre de 2009
El cuento policial
Hoy me propuse intentar el cuento policial. Es un gènero interesante, en que se puede incursionar en otro tipo de literatura. Es muy distinto a lo fantàstico donde me he metido màs, espacio ideal donde las imàgenes y metàforas no tienen lìmites, pràcticamente. Aquì hay que precisar datos, ser concreto, especìfico... Y como justamente, eso no es mi especialidad, aquì va un pequeño intento de esto, y vale como ejercicio literario, si se quiere, para despuntar el vicio de la escritura.
Aquì la poesìa se pierde, dejando lugar a lo que sirva a la historia en sì, y sobre todo, como en todo policial, aparece la historia contada desde varios àngulos.
Emulando a los grandes, asì se aprende, al menos así se enseñan estas cosas, de las que nadie en sì, tiene la fòrmula.
Bien valen todos los intentos. Para luego ir enfilando hacie el estilo que uno decida para meterle para adelante, y profundizar.
Que lo disfruten en un dìa gris, con el mate eterno o un buen cafè!
Aquì la poesìa se pierde, dejando lugar a lo que sirva a la historia en sì, y sobre todo, como en todo policial, aparece la historia contada desde varios àngulos.
Emulando a los grandes, asì se aprende, al menos así se enseñan estas cosas, de las que nadie en sì, tiene la fòrmula.
Bien valen todos los intentos. Para luego ir enfilando hacie el estilo que uno decida para meterle para adelante, y profundizar.
Que lo disfruten en un dìa gris, con el mate eterno o un buen cafè!
La Condena
Más bella que un ocaso en la playa, sola, abandonada, caminaba de lado a lado por la terraza de su ostentosa residencia. Miraba fijamente hacia el ondulante parque que la circundaba, sin verlo. Las lágrimas desteñían su mirada felina, la tornaban frágil, a pesar de su imponente contextura.
Al mirar hacia el jardín, alcanzó a ver la menuda silueta de la nueva mucama, acariciada por una nube de oro hasta la cintura. Era una chica quinceañera, que su marido había insistido en emplear. Desde la terraza de su dormitorio parecía mas pequeña , parecía inocente...
Helena sintió un escalofrío y entró a la casa, la saludó el retrato de un hombre joven, cuarentón, como ella, pero rubio, con ojos claros y facciones hermosas. Era su esposo y había desaparecido tres días atrás, sin llevarse nada.
Creyó conocerlo. Luego de casados se enamoró en seguida, de èl y de la vida soñada que le ofrecìa… El era un hombre maravilloso, pero evidentemente, no había logrado enamorarlo. En el corto par de años que llevaban juntos, se dio cuenta de que el matrimonio había sido solamente un contrato conveniente para ambos.
Analizaba permanentemente todos los diálogos que mantuvieron en los momentos previos a que se esfumase sin dejar señales. Se acostó. Sus ojos lavados de lágrimas, desteñían tinta negra sobre las sábanas. Luego de varias horas, se durmió.
A la mañana siguiente, un inspector policial le informó que iniciaría las averiguaciones y la búsqueda. Como primera medida, tomaría declaraciones sobre los momentos previos a la desaparición, a los que lo hubieran visto y tratado directamente en esas ocasiones.
La primera en hablar a solas con él fue ella, Helena:
“Dormí profundamente toda la noche y no noté que mi esposo faltase de mi lado en algún momento, aunque pudo haberlo hecho sin que me diera cuenta.
Esa mañana, la mucama nos sirvió el desayuno en la terraza de la planta alta. Fue un momento muy grato, mi marido estaba radiante y la brisa otoñal no lograba apagar los rubores de su cara. Hizo comentarios menores sobre un negocio importantísimo que lo tenía muy ocupado, pero también lleno de ilusiones. Se veía feliz y como siempre, fue extremadamente cariñoso conmigo al despedirse para ir a su empresa. Al mediodía hizo un breve llamado telefónico, que respondió la mucama porque yo no estaba en casa. Me dijo que avisaba que no vendría a cenar, porque su negocio estaba a punto de sellarse. Después de aquello, no supe más de él. En la empresa, su secretario, me informó que se había retirado a la hora habitual, sin hacer ningún comentario. Y eso fue todo.”
Más tarde, el inspector pidió hablar con la mucama en una sala apartada. Helena le dijo que podría verla en las dependencias de servicios. Era una pequeña construcción de dos ambientes, en el fondo de la propiedad que ella había mandado hacer, de tal modo que tuvieran privacidad.
“Me había retirado a dormir a la misma hora que los señores. Pero aproximadamente a las dos de la madrugada, el señor golpeó mi puerta para que le preparase un sándwich, y le buscara unas aspirinas. Me levanté, como siempre, e hice lo que me pidió. Conversé algunas palabras sin importancia con él y cuando terminó la comida, se retiró a la casa grande.
A la mañana del día siguiente, los señores se levantaron a la hora de siempre y les llevé el desayuno a la terraza porque el día se presentaba soleado. El señor se veía algo serio, no me hizo bromas, como acostumbraba, y luego yo volví a la cocina. Cuando fui para retirar el servicio, una hora después, la señora tenía lágrimas en los ojos. Escuché el portazo en la sala principal y el chirriante sonar de los neumáticos al salir violentamente el señor en su auto.
Al mediodía, llamó por teléfono y avisó que no vendría a cenar. Dijo que esa noche tendría una cena de trabajo para sellar el negocio que lo tenía tan ocupado.
Después no supimos mas de él. La señora Helena y yo estamos desoladas.”
El inspector, luego contactó al jardinero que habitualmente visitaba la casona. Le preguntó si había estado para la fecha de la desaparición del señor. Le respondió que estuvo presente todos esos días porque estaba preparando el parque para una recepción que darían, la semana entrante.
“El día anterior a que el señor desapareciera, yo me quedé hasta tarde. Los vi cuando cenaron, rápidamente y muy serios. La señora se volvió molesta y apagada desde que la chiquilina empezó a cascabelear por la casa. Serían casi las doce, y ellos se retiraron a dormir. Yo les avisé que me quedaría a limpiar las herramientas. La chica también se fue hacia su vivienda.
Serían casi las dos de la madrugada, me estaba yendo cuando vi pasar como una ráfaga al señor. Lo seguí. Entró a la casita de la mucama. Imaginé lo que pasaría allí dentro, y escandalizado, me fui.
A la mañana siguiente, atendía mis tareas, mientras ellos desayunaban en la terraza de su dormitorio. Discutían a viva voz. El se detuvo cuando entró la muchachita. Le cambió el semblante. Cuando se fue, luego de servirles el desayuno, la discusión continuó peor que antes.
Mas tarde él partió a toda velocidad en su auto y la señora quedó llorando sola en la terraza.”
El inspector cavilaba sobre los tres relatos. Era evidente que la muchachita y el hombre tenían un romance. Pero porqué la señora le mintió tanto?. Por qué el se fue y la joven se quedó en el caserón, Dónde estaba?, Que planearía?
Helena habitaba como una sombra la casa oscura. Otra vez como aquella noche el insomnio la retenía en la terraza del dormitorio. La chica, como siempre desde hacía dos meses, caminaba por el jardín, como esperándolo. Alcanzó a ver la curva prominente que abultaba su vientre, cuando pasó frente a la luz amarilla que iluminaba los jazmines, por la noche. Ella lo había presentido. No la echó porque, pensaba que si la retenía, su esposo volvería.
Un par de semanas después el inspector se hizo presente con una carta.
-Un amigo de su esposo, que exigió quedar en el anonimato, dijo que le dejó esta carta para usted.
Mientras el hombre observaba la creciente palidez de la jovencita, Helena la leyó.
“Helena,
Sé que me amas mucho y también es cierto que yo había empezado a quererte del mismo modo.
Te imagino horrorizada. Mercedes es una nena todavía y yo un niño avejentado esperando en una esquina un micro escolar, perdido para siempre. Ella logró que me olvidase de la moral, de la responsabilidad, de vos, de todo.
Mis instintos dormidos, mi pasión contenida, se desataban cuando su halo de frutillas y menta perfumaba nuestra casa.
Sinceramente, me dejé encontrar una vez y luego era yo el que exigía jugar su juego. Pero una de esas noches me dijo lo de su embarazo y fui conciente del fondo barroso que intuía en la laguna mansa de sus ojos. Palpé la magnitud de lo que había hecho y huí de todo y de todos.
Por favor, cría a mi hijo, Helena, como si fuese nuestro. Ve que la chica, vuelva con sus padres. Esos mismos que firmaron todo para darme al niño por una suma miserable.
Iba a volver a tu lado, a pesar de mi vergüenza, a suplicar tu perdón. Pero es mejor que lo pierda todo, que cumpla la peor pena no poder compartir contigo a mi propio hijo.
La cobardìa serà mi condena…
Al mirar hacia el jardín, alcanzó a ver la menuda silueta de la nueva mucama, acariciada por una nube de oro hasta la cintura. Era una chica quinceañera, que su marido había insistido en emplear. Desde la terraza de su dormitorio parecía mas pequeña , parecía inocente...
Helena sintió un escalofrío y entró a la casa, la saludó el retrato de un hombre joven, cuarentón, como ella, pero rubio, con ojos claros y facciones hermosas. Era su esposo y había desaparecido tres días atrás, sin llevarse nada.
Creyó conocerlo. Luego de casados se enamoró en seguida, de èl y de la vida soñada que le ofrecìa… El era un hombre maravilloso, pero evidentemente, no había logrado enamorarlo. En el corto par de años que llevaban juntos, se dio cuenta de que el matrimonio había sido solamente un contrato conveniente para ambos.
Analizaba permanentemente todos los diálogos que mantuvieron en los momentos previos a que se esfumase sin dejar señales. Se acostó. Sus ojos lavados de lágrimas, desteñían tinta negra sobre las sábanas. Luego de varias horas, se durmió.
A la mañana siguiente, un inspector policial le informó que iniciaría las averiguaciones y la búsqueda. Como primera medida, tomaría declaraciones sobre los momentos previos a la desaparición, a los que lo hubieran visto y tratado directamente en esas ocasiones.
La primera en hablar a solas con él fue ella, Helena:
“Dormí profundamente toda la noche y no noté que mi esposo faltase de mi lado en algún momento, aunque pudo haberlo hecho sin que me diera cuenta.
Esa mañana, la mucama nos sirvió el desayuno en la terraza de la planta alta. Fue un momento muy grato, mi marido estaba radiante y la brisa otoñal no lograba apagar los rubores de su cara. Hizo comentarios menores sobre un negocio importantísimo que lo tenía muy ocupado, pero también lleno de ilusiones. Se veía feliz y como siempre, fue extremadamente cariñoso conmigo al despedirse para ir a su empresa. Al mediodía hizo un breve llamado telefónico, que respondió la mucama porque yo no estaba en casa. Me dijo que avisaba que no vendría a cenar, porque su negocio estaba a punto de sellarse. Después de aquello, no supe más de él. En la empresa, su secretario, me informó que se había retirado a la hora habitual, sin hacer ningún comentario. Y eso fue todo.”
Más tarde, el inspector pidió hablar con la mucama en una sala apartada. Helena le dijo que podría verla en las dependencias de servicios. Era una pequeña construcción de dos ambientes, en el fondo de la propiedad que ella había mandado hacer, de tal modo que tuvieran privacidad.
“Me había retirado a dormir a la misma hora que los señores. Pero aproximadamente a las dos de la madrugada, el señor golpeó mi puerta para que le preparase un sándwich, y le buscara unas aspirinas. Me levanté, como siempre, e hice lo que me pidió. Conversé algunas palabras sin importancia con él y cuando terminó la comida, se retiró a la casa grande.
A la mañana del día siguiente, los señores se levantaron a la hora de siempre y les llevé el desayuno a la terraza porque el día se presentaba soleado. El señor se veía algo serio, no me hizo bromas, como acostumbraba, y luego yo volví a la cocina. Cuando fui para retirar el servicio, una hora después, la señora tenía lágrimas en los ojos. Escuché el portazo en la sala principal y el chirriante sonar de los neumáticos al salir violentamente el señor en su auto.
Al mediodía, llamó por teléfono y avisó que no vendría a cenar. Dijo que esa noche tendría una cena de trabajo para sellar el negocio que lo tenía tan ocupado.
Después no supimos mas de él. La señora Helena y yo estamos desoladas.”
El inspector, luego contactó al jardinero que habitualmente visitaba la casona. Le preguntó si había estado para la fecha de la desaparición del señor. Le respondió que estuvo presente todos esos días porque estaba preparando el parque para una recepción que darían, la semana entrante.
“El día anterior a que el señor desapareciera, yo me quedé hasta tarde. Los vi cuando cenaron, rápidamente y muy serios. La señora se volvió molesta y apagada desde que la chiquilina empezó a cascabelear por la casa. Serían casi las doce, y ellos se retiraron a dormir. Yo les avisé que me quedaría a limpiar las herramientas. La chica también se fue hacia su vivienda.
Serían casi las dos de la madrugada, me estaba yendo cuando vi pasar como una ráfaga al señor. Lo seguí. Entró a la casita de la mucama. Imaginé lo que pasaría allí dentro, y escandalizado, me fui.
A la mañana siguiente, atendía mis tareas, mientras ellos desayunaban en la terraza de su dormitorio. Discutían a viva voz. El se detuvo cuando entró la muchachita. Le cambió el semblante. Cuando se fue, luego de servirles el desayuno, la discusión continuó peor que antes.
Mas tarde él partió a toda velocidad en su auto y la señora quedó llorando sola en la terraza.”
El inspector cavilaba sobre los tres relatos. Era evidente que la muchachita y el hombre tenían un romance. Pero porqué la señora le mintió tanto?. Por qué el se fue y la joven se quedó en el caserón, Dónde estaba?, Que planearía?
Helena habitaba como una sombra la casa oscura. Otra vez como aquella noche el insomnio la retenía en la terraza del dormitorio. La chica, como siempre desde hacía dos meses, caminaba por el jardín, como esperándolo. Alcanzó a ver la curva prominente que abultaba su vientre, cuando pasó frente a la luz amarilla que iluminaba los jazmines, por la noche. Ella lo había presentido. No la echó porque, pensaba que si la retenía, su esposo volvería.
Un par de semanas después el inspector se hizo presente con una carta.
-Un amigo de su esposo, que exigió quedar en el anonimato, dijo que le dejó esta carta para usted.
Mientras el hombre observaba la creciente palidez de la jovencita, Helena la leyó.
“Helena,
Sé que me amas mucho y también es cierto que yo había empezado a quererte del mismo modo.
Te imagino horrorizada. Mercedes es una nena todavía y yo un niño avejentado esperando en una esquina un micro escolar, perdido para siempre. Ella logró que me olvidase de la moral, de la responsabilidad, de vos, de todo.
Mis instintos dormidos, mi pasión contenida, se desataban cuando su halo de frutillas y menta perfumaba nuestra casa.
Sinceramente, me dejé encontrar una vez y luego era yo el que exigía jugar su juego. Pero una de esas noches me dijo lo de su embarazo y fui conciente del fondo barroso que intuía en la laguna mansa de sus ojos. Palpé la magnitud de lo que había hecho y huí de todo y de todos.
Por favor, cría a mi hijo, Helena, como si fuese nuestro. Ve que la chica, vuelva con sus padres. Esos mismos que firmaron todo para darme al niño por una suma miserable.
Iba a volver a tu lado, a pesar de mi vergüenza, a suplicar tu perdón. Pero es mejor que lo pierda todo, que cumpla la peor pena no poder compartir contigo a mi propio hijo.
La cobardìa serà mi condena…
lunes, 14 de septiembre de 2009
Quizá no sea mi mejor cuento...
Pero...si conmueve o inquieta o incluso enoja… o si plantea la necesidad de repensar y replantear nuestras elecciones, bienvenido sea… y ojalà lo disfruten tambièn...
Lavanda de las sierras
“Vuele bajo porque abajo, está la verdad. Eso es algo que los hombres no aprenden jamás...” Facundo Cabral.
El serranito tironeó suavemente de mi abrigo, por segunda vez. En esta ocasión su mano me ofrecía una bolsa de tela marrón del tamaño de un monedero. Una cinta blanca anudada sujetaba su contenido.
-Recién me vendiste peperina, ahora qué me querés vender?
-Lavanda, -contestó
Revoleaba la pequeña mercadería y me demostraba su utilidad aspirando profundamente el intenso aroma jabonoso con el botón de su nariz.
-Esto también es para el mate? -bromeé alargando hacia él la mano
Sonrió por primera vez, con una sonrisa tan triste que no logró cambiar de posición los ojos de ave que me observaban expectantes.
-Un peso, dijo por única respuesta
Le di el dinero que pedía y metí las hierbas olorosas en mi cartera. Logré acariciarle la cabeza oscura antes de que saliera corriendo por esos desolados parajes con su cachorrito de cabra atada con una soga. No lo vi más. Me dejò su imagen tierna, fija en la retina, de pastorcito de cuentos. Solo quedaba el esponjoso paisaje de las sierras, el frío, la vuelta en la combi. Nada mas.
Escuchaba como en sueños al guía y asentí cuando mencionó que si los habitantes de las grandes ciudades fuéramos abandonados en esos parajes no duraríamos ni un día. El magnífico arte de la madre tierra que nos tenía boquiabiertos, era también un arma peligrosa. Solo para entendidos, criados allí y a quienes ella había revelado sus secretos. Al menos algunos de ellos, para permitirles sobrevivir a los caprichos del clima y la roca infinita del suelo. Pensé en el niño. En su pobreza. En como sería su vida. En las perlitas que aparecían en su boca cuando sacaba cada moneda de mi cartera.
Grabadas en mi mente aparecían algunas de las cosas que había visto en el vertiginoso camino de traslasierra, en Córdoba. Desde el fondo del bolso, el perfume ascendía hasta mí cada tanto, poderoso. No podía despertarme, pero la vuelta se hacía larga y cada vez que lo intentaba veía la carita y su sonrisa de cuarzo. Un cóndor planeaba curioso sobre mi cabeza. Escuché una explosión hiriente sobre la aspereza de la roca y después, cuando todo se calmó, la llaga abierta dejó ver la carne de mármol celeste. Me vi sentada dentro de esa cantera. Arriba, pumas hambrientos rondaban en círculos mirándome. Lejos de allí, una tormenta de amatista se desataba sobre el cerro Uritorco, en las Sierras Chicas, sembrándolo de cristales que lo transformaban en una montaña violácea y destellante. Me desperté sobresaltada. Era de noche y estábamos llegando al hotel.
En la habitación y con los doloridos pies en alto, comencé a sacar los tesoros de mi conquista turística. Mi esposo no podía creer el peso que había cargado durante todo el trayecto. Las piedras que me fascinaron y con las que había soñado, ahora se amontonaban sobre la cama: cuarzo, mica, cristal de roca, amatista, hasta un trocito de mármol y por supuesto, la peperina y la bolsita de lavanda.
Mientras me duchaba no podía dejar de pensar en ese chico que vendía yuyos, en todas las necesidades de esas personas aisladas en las montañas. Sin luz, sin cualquiera de los servicios que nosotros utilizamos desde siempre. En todas las posibilidades de desarrollo que un niño tendría en la ciudad. Le comenté esto a mi marido.
-Todas esas “necesidades” son “nuestras” -comenzó a decir -“Nosotros no sabríamos vivir sin esas cosas, ellos lo han hecho siempre”. “-Atención médica y educación eso es lo que necesitan. Por lo demàs, esto es un paraíso”.
-Sos un egoísta. No te entiendo –respondì. Habría que sacar a estos chicos de acá, llevarlos a vivir a las ciudades, a conocer la tecnología, darles oportunidades y mostrarles el mundo!
Empezamos a discutir. Mi defensa del consumismo y de mis propias necesidades básicas, eran ridículas a estas alturas. Pero era impactante que alguien dijera que en el medio de la nada y sin esas cosas, es feliz o podría sentirse realizado. Uno preguntaba -tienen luz, hay televisión? contestaban que no. Agua corriente? -no, de la vertiente. Teléfono? -menos Escuela? - veinte kilómetros a lomo de mula..
Durante un breve silencio de la acalorada discusión, la radio recitó con la voz de Facundo Cabral “...lo esencial fue hecho por el Señor, y con eso es suficiente...”. Era lo que me faltaba. Me acosté y me callé.
Al día siguiente, recorrimos agencias de turismo en busca de otra salida interesante. A partir de la una de la tarde emprendimos la marcha en un micro agotado. Los paisajes, esta vez, eran mas pintorescos que el día anterior, mas urbanos. Cada vez que bajábamos para ver alguna iglesia, un museo o un auditorio, numerosos ancianos haciendo referencia a sus míseras jubilaciones nos empujaban y se peleaban entre ellos por vendernos pasteles, pañuelos, artesanías o simplemente pidiendo limosna. También hombres jóvenes que rondaban los cuarenta y tantos sacando ventaja a los viejos lograban vender sus propias mercaderías , mencionando lo injusto de su desempleo y el hambre de sus familias…
-Amor, La Falda, Argentina, mediados de los noventa, acà tenès una ciudad con todas las letras. -ironizó mi esposo, rodeado de vendedores ambulantes. -Hay luz, baños, tecnología ...casi todo, no? Estos hombres tienen mi edad, aproximadamente, de què se quejan si estàn en esta linda ciudad, segùn vos?…
Pensé en dirigirle un improperio, pero no le contesté.
De vuelta en Buenos Aires, retomamos nuestros ritmos habituales. Mi marido en el trabajo, yo, en lo mìo, en mis escritos y mis caminatas.
La bolsita de lavanda habitaba la oscuridad de mi cartera tiempo completo. Me acompañaba a entrevistas de trabajo, corría conmigo colectivos y subía agitada en el tren. Visitábamos juntas a mi madre y asistíamos a mis clases.
Un día de aquellos alguien preguntó por el aroma silvestre que brotaba de mi bolso cada vez que lo abría. Entusiasmada conté la historia del serranito y expuse mi teoría sobre esos niños, su pobreza y sus posibilidades en las ciudades. Para ilustrar mi respuesta introduje la mano en busca del objeto perfumado.
Pero como en una alegorìa de la violencia y el vértigo de Buenos aires, y sobre todo de la injusticia social que se nos venìa encima, encontrè que la bolsita se habìa destrozado y desparramado su frágil contenido en el fondo de mi cartera porteña...
El serranito tironeó suavemente de mi abrigo, por segunda vez. En esta ocasión su mano me ofrecía una bolsa de tela marrón del tamaño de un monedero. Una cinta blanca anudada sujetaba su contenido.
-Recién me vendiste peperina, ahora qué me querés vender?
-Lavanda, -contestó
Revoleaba la pequeña mercadería y me demostraba su utilidad aspirando profundamente el intenso aroma jabonoso con el botón de su nariz.
-Esto también es para el mate? -bromeé alargando hacia él la mano
Sonrió por primera vez, con una sonrisa tan triste que no logró cambiar de posición los ojos de ave que me observaban expectantes.
-Un peso, dijo por única respuesta
Le di el dinero que pedía y metí las hierbas olorosas en mi cartera. Logré acariciarle la cabeza oscura antes de que saliera corriendo por esos desolados parajes con su cachorrito de cabra atada con una soga. No lo vi más. Me dejò su imagen tierna, fija en la retina, de pastorcito de cuentos. Solo quedaba el esponjoso paisaje de las sierras, el frío, la vuelta en la combi. Nada mas.
Escuchaba como en sueños al guía y asentí cuando mencionó que si los habitantes de las grandes ciudades fuéramos abandonados en esos parajes no duraríamos ni un día. El magnífico arte de la madre tierra que nos tenía boquiabiertos, era también un arma peligrosa. Solo para entendidos, criados allí y a quienes ella había revelado sus secretos. Al menos algunos de ellos, para permitirles sobrevivir a los caprichos del clima y la roca infinita del suelo. Pensé en el niño. En su pobreza. En como sería su vida. En las perlitas que aparecían en su boca cuando sacaba cada moneda de mi cartera.
Grabadas en mi mente aparecían algunas de las cosas que había visto en el vertiginoso camino de traslasierra, en Córdoba. Desde el fondo del bolso, el perfume ascendía hasta mí cada tanto, poderoso. No podía despertarme, pero la vuelta se hacía larga y cada vez que lo intentaba veía la carita y su sonrisa de cuarzo. Un cóndor planeaba curioso sobre mi cabeza. Escuché una explosión hiriente sobre la aspereza de la roca y después, cuando todo se calmó, la llaga abierta dejó ver la carne de mármol celeste. Me vi sentada dentro de esa cantera. Arriba, pumas hambrientos rondaban en círculos mirándome. Lejos de allí, una tormenta de amatista se desataba sobre el cerro Uritorco, en las Sierras Chicas, sembrándolo de cristales que lo transformaban en una montaña violácea y destellante. Me desperté sobresaltada. Era de noche y estábamos llegando al hotel.
En la habitación y con los doloridos pies en alto, comencé a sacar los tesoros de mi conquista turística. Mi esposo no podía creer el peso que había cargado durante todo el trayecto. Las piedras que me fascinaron y con las que había soñado, ahora se amontonaban sobre la cama: cuarzo, mica, cristal de roca, amatista, hasta un trocito de mármol y por supuesto, la peperina y la bolsita de lavanda.
Mientras me duchaba no podía dejar de pensar en ese chico que vendía yuyos, en todas las necesidades de esas personas aisladas en las montañas. Sin luz, sin cualquiera de los servicios que nosotros utilizamos desde siempre. En todas las posibilidades de desarrollo que un niño tendría en la ciudad. Le comenté esto a mi marido.
-Todas esas “necesidades” son “nuestras” -comenzó a decir -“Nosotros no sabríamos vivir sin esas cosas, ellos lo han hecho siempre”. “-Atención médica y educación eso es lo que necesitan. Por lo demàs, esto es un paraíso”.
-Sos un egoísta. No te entiendo –respondì. Habría que sacar a estos chicos de acá, llevarlos a vivir a las ciudades, a conocer la tecnología, darles oportunidades y mostrarles el mundo!
Empezamos a discutir. Mi defensa del consumismo y de mis propias necesidades básicas, eran ridículas a estas alturas. Pero era impactante que alguien dijera que en el medio de la nada y sin esas cosas, es feliz o podría sentirse realizado. Uno preguntaba -tienen luz, hay televisión? contestaban que no. Agua corriente? -no, de la vertiente. Teléfono? -menos Escuela? - veinte kilómetros a lomo de mula..
Durante un breve silencio de la acalorada discusión, la radio recitó con la voz de Facundo Cabral “...lo esencial fue hecho por el Señor, y con eso es suficiente...”. Era lo que me faltaba. Me acosté y me callé.
Al día siguiente, recorrimos agencias de turismo en busca de otra salida interesante. A partir de la una de la tarde emprendimos la marcha en un micro agotado. Los paisajes, esta vez, eran mas pintorescos que el día anterior, mas urbanos. Cada vez que bajábamos para ver alguna iglesia, un museo o un auditorio, numerosos ancianos haciendo referencia a sus míseras jubilaciones nos empujaban y se peleaban entre ellos por vendernos pasteles, pañuelos, artesanías o simplemente pidiendo limosna. También hombres jóvenes que rondaban los cuarenta y tantos sacando ventaja a los viejos lograban vender sus propias mercaderías , mencionando lo injusto de su desempleo y el hambre de sus familias…
-Amor, La Falda, Argentina, mediados de los noventa, acà tenès una ciudad con todas las letras. -ironizó mi esposo, rodeado de vendedores ambulantes. -Hay luz, baños, tecnología ...casi todo, no? Estos hombres tienen mi edad, aproximadamente, de què se quejan si estàn en esta linda ciudad, segùn vos?…
Pensé en dirigirle un improperio, pero no le contesté.
De vuelta en Buenos Aires, retomamos nuestros ritmos habituales. Mi marido en el trabajo, yo, en lo mìo, en mis escritos y mis caminatas.
La bolsita de lavanda habitaba la oscuridad de mi cartera tiempo completo. Me acompañaba a entrevistas de trabajo, corría conmigo colectivos y subía agitada en el tren. Visitábamos juntas a mi madre y asistíamos a mis clases.
Un día de aquellos alguien preguntó por el aroma silvestre que brotaba de mi bolso cada vez que lo abría. Entusiasmada conté la historia del serranito y expuse mi teoría sobre esos niños, su pobreza y sus posibilidades en las ciudades. Para ilustrar mi respuesta introduje la mano en busca del objeto perfumado.
Pero como en una alegorìa de la violencia y el vértigo de Buenos aires, y sobre todo de la injusticia social que se nos venìa encima, encontrè que la bolsita se habìa destrozado y desparramado su frágil contenido en el fondo de mi cartera porteña...
lunes, 7 de septiembre de 2009
El cuento eròtico y la autocensura...
Hoy posteo en el blog, para atosigar a los lectores, un microrelato eròtico... Sì, porque mi cuento anterior, que explora con picardìa y algo de humor irònico, la literatura eròtica, no tuvo la acogida que yo pensaba (perdòn por la palabra). Y si bien cuando pregunto me dicen "sì, sì, què bueno, me reì, o que channncho", reconozco que enseguida el rubor facial se expande y no logro sonsacar ni un comentario certero sobre la impresiòn que causa en el lector cuando uno se manda con el erotismo a las letras.
Y si el ùnico que se anima a comentarme, sin ponerse colorado, es mi amigo el escritor Alfredo, hoy me mando con este micro, para todo el resto. Es imposible de evitar, por lo corto... que si se ponen a espiarlo, en cuando deciden seguir con lo suyo, ya lo leyeron, y quizà hasta se calentaron un cachito, jajajaj.
Los dejo en este dìa gris, con un pequeño relatito hot, para que sientan a travès de las letras, algo... lo que sea... aunque la base de este relato simplemente sea... contado como quieran... una persona extrañando mucho a otra. Abrazos, M.
Y si el ùnico que se anima a comentarme, sin ponerse colorado, es mi amigo el escritor Alfredo, hoy me mando con este micro, para todo el resto. Es imposible de evitar, por lo corto... que si se ponen a espiarlo, en cuando deciden seguir con lo suyo, ya lo leyeron, y quizà hasta se calentaron un cachito, jajajaj.
Los dejo en este dìa gris, con un pequeño relatito hot, para que sientan a travès de las letras, algo... lo que sea... aunque la base de este relato simplemente sea... contado como quieran... una persona extrañando mucho a otra. Abrazos, M.
EROTICA
La hoja en blanco me acecha. Sé que hay cosas que plasmar. Sensaciones que volcar, pero no surgen. Confieso. Pienso en el blanco, y se me aparece el blanco opalino de tu simiente que me ha horadado el alma tantas veces. Quizás sea eso lo que me atormenta. Como un vicio, deseo beberme la dulzura de tu virilidad, quiero que la carne rosada de mi boca sea el recipiente para tu placer. Sentirte. Tragarte. Matarte… pero que sigas vivo. Vivo para darme ese blanco tan tuyo, las veces que lo desee, ese blanco objetivo de mis pensamientos más oscuros. Pero no estás. Estás muy lejos…
A veces sueño que caminamos cada uno en vías separadas, en paralelos rieles de ferrocarril. Los caminos nunca se encuentran. Lo sé. Transpiro. Me agito. Doy vueltas hasta despertarme. Cierro de nuevo, muy fuerte los ojos y te pienso. Tu peso sobre mí, mis propias manos tocando el ritmo de tu música en mi cuerpo. Como una melodía “in crescendo”. Recupero tu aroma en el espacio de mi cuarto. La humedad de tu sudor en mis caderas, se desliza y moja las sábanas claras. Y ahí va, ahí llega. La muerte me alcanza con el estallido que me agota y aflora por mi garganta en un feroz grito. Mi espalda se tensa y es un arco.
Y luego ahì… tendida, cuando después de morir vuelvo a la vida, te olvido. O lo intento. Trato de dormirme imaginando tus anchos hombros que se alejan. Imagino un beso, un adiós, una puerta que se cierra. Abro los ojos por última vez antes de rendirme al sueño. El portazo fue tan real, que me asusta, hace que mire a la puerta. Dudo, por un momento, pero veo, al final, que siempre estuvo cerrada… Y me duermo, entre làgrimas.
A veces sueño que caminamos cada uno en vías separadas, en paralelos rieles de ferrocarril. Los caminos nunca se encuentran. Lo sé. Transpiro. Me agito. Doy vueltas hasta despertarme. Cierro de nuevo, muy fuerte los ojos y te pienso. Tu peso sobre mí, mis propias manos tocando el ritmo de tu música en mi cuerpo. Como una melodía “in crescendo”. Recupero tu aroma en el espacio de mi cuarto. La humedad de tu sudor en mis caderas, se desliza y moja las sábanas claras. Y ahí va, ahí llega. La muerte me alcanza con el estallido que me agota y aflora por mi garganta en un feroz grito. Mi espalda se tensa y es un arco.
Y luego ahì… tendida, cuando después de morir vuelvo a la vida, te olvido. O lo intento. Trato de dormirme imaginando tus anchos hombros que se alejan. Imagino un beso, un adiós, una puerta que se cierra. Abro los ojos por última vez antes de rendirme al sueño. El portazo fue tan real, que me asusta, hace que mire a la puerta. Dudo, por un momento, pero veo, al final, que siempre estuvo cerrada… Y me duermo, entre làgrimas.
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