Al anochecer, cuando llegaron a destino, Delfina notó que el dedo en el que llevaba el anillo de bodas aún le dolía...
Ese día, cuando partieron, una cortina gris de neblina entristecía la mañana. Al rato de conducir, las profundidades moradas que hundían los ojos de su flamante esposo, se disiparon, como la niebla, esa niebla presagiosa, que así como venía, se dispersaba. Como si Quinquela, desde el cielo, diera vida, al desdibujado boceto del paisaje.
Se instalaron en el “bungalow” cuando el sol ya se había ocultado y la noche aún se hacía esperar. Afuera, la laguna era un óleo de bamboleantes cintas rosadas y celestes. De pronto, ese espejo fue solo una lágrima abandonada en el suelo de la bahía, con la superficie agrietada por el regreso de las lanchas hacia la costa.
Carlos, indiferente, comenzó a desempacar algunas cosas. En su cabeza resonaban las palabras del viejo, “Solo si se casa con Delfina podrá volver a pisar esta casa”.
Primero, sacó la caña de pescar y luego, todos sus enseres. No la miraba. Pero ella siempre supo que nunca la había querido de ese modo.
Los momentos de tensión habían pasado. El grito de dolor de ella, cuando en un arranque de nervios le quiso sacar a la fuerza el anillo, lo hizo entrar en razones. Después de todo, Delfina era también una criatura manipulada por un hombre enfermo de soledad y culpas.
La enorme cama nupcial dormía plácidamente debajo de los novios. Distanciados y en silencio, ninguno de ellos había podido cerrar los ojos.
-Tu papá me obligó a esto, no te lamentes ahora, porque vos no quisiste negarte. Tampoco pretendas que yo haga de esposo porque bien sabés como me siento.
-Perdonáme pero mi hermana nunca hubiera podido casarse, ya sabés cómo está ella. Papá hizo lo mejor. La verás todos los días… y… además yo siempre te quise mucho.
Carlos le dio la espalda y lloró un río de diez años.
Diana, sentada en el jardín, permanecía con la mirada perdida en algún episodio de su infancia, en la cual se había recluido hacía algún tiempo. En aquel instante intentaba recordar qué uso solía darle al ábaco de pequeños garbanzos dorados que tenía entre las manos.
-¡Papá!, llamó de pronto, -hace mucho que no viene Carlos a visitarme. Y Delfi, ¿dónde está? Me siento muy sola, ¡papi!
El hombre, cansado de repetir una y otra vez las mismas cosas, se acercó y le recordó por enésima vez que su hermana se había casado con Carlos y que estaban en viaje de bodas. Le dijo que pronto estarían viviendo todos juntos en la casona y que la familia comenzaría a crecer. Cada tanto, observaba la suavidad de sus rasgos, el rojo fogoso del cabello que peinaba en dos gruesas trenzas que trepaban por su cabeza y se unían coronándola en un ramillete de azahares o de violetas. Parecía una mujer alegre y normal, si no se tomaban en cuenta las oscuras cicatrices que surcaban sus muñecas. En ese momento, una diminuta flor se desprendió del tocado y se deslizó lentamente por la línea de la nuca. La inundó un escalofrío y al notar la mirada del padre, le dirigió una única sonrisa que lo paralizó. Como si Dios castigara abiertamente su pecado, ella se estaba volviendo idéntica a la madre.
Carlos encarnaba con cuidado en su anzuelo, un gusano mitad blanco, mitad marrón que se retorcía tratando de liberarse de su destino. Era imposible, el filo plateado había atravesado su cuerpo de lado a lado. Ahora volaba hacia el centro de la laguna y caía velozmente hacia el oscuro abismo, para quedarse allí hasta que llegara la presa. En la superficie, justo sobre él, una boya anaranjada delataba su presencia y en ella se fijaban los ojos del pescador.
Se sentía un anciano a pesar de sus treinta años. Recordó la fiesta, casi infantil, que habían dado un par de semanas atrás para los veintinueve de Diana, las miradas que el viejo le dirigía y que ella no percibía, la extraña muerte de la madre, que parecía vivir en un estado de depresión permanente y despreciando a su esposo e insultándolo cada vez que podía. Miró hacia la ventana iluminada de la pequeña vivienda y se sintió un traidor. Allí la chica, una docena de años menor que él, jugaba entusiasmada a ser la señora de la casa.
Desde que habían llegado al lugar, cada anochecer, le parecía ver a Diana ya curada, caminando hacia él, sonriente sobre el agua. Por eso pescaba hasta tan tarde. Creía verla radiante, como cuando estudiaban juntos, en aquellos lejanos años antes de la tragedia y la locura.
Todavía no había pique y seguía esperando a ver qué pasaba, cuando Delfina se le acercó trayendo una bandeja con sándwiches y comenzó a susurrarle:
-Carlos, hablé con papá y me dijo que el día que nos fuimos decidió internar a Diana en un asilo para enfermos mentales. El doctor le recomendó que la aleje de los recuerdos de mamá por un tiempo. Le dijo que el misterio de la muerte guardado en la casa durante todo este tiempo, no había hecho más que empeorar su estado.
Todo cambiaba repentinamente. Se quedó mudo. Las palabras de la chica lo golpearon en el pecho como una piedra arrojada al medio de la laguna. Pasó de ser un traicionero, a sentirse un idiota traicionado.
Observó a Delfina, por primera vez, pero la mirada insensible de la chica, lo golpeó de nuevo, más fuerte aún. Se levantó mareado. Clavó los ojos en la tenebrosidad del lago y sobre la alfombra perlada en cuyo extremo dormía la luna, vio venir caminando despacio a Diana. Desamarró uno de los botes de madera que flameaban suavemente en la costa y se fue.
Hilos de sudor corrían por su frente. Se le mezclaban con las lágrimas. Los brazos forzando los remos y su camisa blanca pegada al cuerpo, lo volvían una imagen espectral. Sabía que la ilusión provenía de la oscuridad de su mente. Las ondas del lago modelaban un cuerpo inexistente. Soltó los remos y las convulsiones provocadas por su llanto destruyeron la figura femenina sobre el agua.
Estuvo allí un buen rato. Tanto, que poco a poco, en la orilla, las luces de los “bungalows” se fueron apagando.
Se acostó en el bote. Era tan alto que sus pies sobresalían a proa. No se durmió, tan solo contaba las estrellas de sus culpas. Y descargaba todo el caudal cristalino de sus ojos grises.
Recordaba cuando Diana apareció en su clase. Todavía no tenía dieciocho y era más atrayente que el fuego. Enseguida quiso arder entre las llamaradas brillantes de su pelo. Pero lo tranquilizaba su mirada verde agua. Fue un solo año, pero fue hermoso. La juventud de ambos. Encontrarse bellos, seductores, el uno hacia el otro.
Conquistarla fue sencillo, porque era una joven simple. En respuesta a sus reiterados halagos, dulces y flores, un día giró la cabeza y le dijo que era el muchacho más buen mozo de la universidad, que qué era lo que le había visto a ella. El le contestó que, justamente eso, la vio a “ella” y entonces, nunca habría nadie más.
Luego vino ese amor adolescente que incendiaba el auto de él tantas veces como había oportunidad. Ella se iba transformando rápidamente en mariposa, ayudada por ese amor visceral que él le regalaba. Por supuesto, el estudio quedó bastante marginado. La carrera elegida, entonces fue otra… Hasta el padre había notado el cambio. La nueva belleza de Diana, su nuevo cuerpo, que lo perturbaba, hicieron que quisiera conocer pronto al tal… Carlos…
Quería recordar sólo lo bueno. Lo otro… lo malo, enterrarlo… Se incorporó. La ropa empapada ahora le helaba la piel oscura. Varios surcos partían desde los vértices exteriores de sus ojos y le cruzaban el rostro anguloso. Reflejos de su angustia, de su padecimiento de estos últimos años.
Empezó a remar a toda velocidad. Su torso se ensanchaba esforzado. Pensaba en ella y remaba. En el vaivén de aquel auto viejo. Más fuerte remaba y le dolía el alma. Pensaba en ese cuerpo voluptuoso que cubría con la túnica de su cabello encendido, para enloquecerlo.
Ni bien llegó a la costa, se bajó afiebrado. Entró a la cabaña. De unos manotazos se quitó la ropa. Se arrojó pesadamente en la cama y sacudió de los hombros a Delfina que dormía desde hacía horas. Asustada y por sorpresa le separó las piernas con sus rodillas y la poseyó violenta, impiadosamente. En su inolvidable primera vez un dolor paralizante que no pudo soportar la dejó inconsciente.
Carlos nunca imaginó que haría algo así en su vida. Sentía nacer un hombre horroroso que siempre había habitado dentro de él. Y ésta, no era la primera vez que se asomaba y lo dominaba por completo.
El viejo caminaba nerviosamente con los brazos detrás del cuerpo, en la soledad del amplio hall. Tenía los ojos húmedos. No soportaba la ausencia de su hija mayor.
Diana siempre había sido su obsesión. Su belleza lo apabullaba. La imagen que ella había visto de el…y había borrado… lo trastornaba. Ahora ella era también la culpa que doblegaba su corazón. Las profundas arrugas de su cara cambiaron la ruta de una lágrima que escapó de sus ojos. Golpeó furioso con el puño la pared y aulló. Tomó las llaves del auto que estaban sobre la mesa de mármol rosa del comedor y salió.
El nuevo Carlos volvió a llenar las valijas y una vez que tuvo todo listo, a primera hora de la mañana, tomó a su llorosa esposa y la subió al auto a la fuerza. Quería llegar al caserón para zamarrear al viejo hasta que le diga que hizo con Diana e ir a buscarla de inmediato. Se sentía un idiota, pero sentía una agresividad en su interior que parecía satisfacerlo, de alguna manera. Había cambiado, aunque era un poco tarde para eso…
Ni bien estacionó frente a la casona familiar, la pequeña corrió a su antiguo cuarto de soltera. El buscó a su suegro a los gritos, hasta darse cuenta de que había salido con el auto. Después de bajar el equipaje del coche y arrojarlo en el medio del salón, maldijo y se arrojó en un sillón a beber hasta embriagarse.
Bebía en la oscuridad cuando un sonido de llaves llegó hasta él. El anciano entró en la casa y al prender la luz se encontró con el cuadro de su yerno alcoholizado desparramado en el sillón, y un montón de valijas desordenadas frente a él. Carlos no pudo incorporarse, tiró un manotazo hacia el viejo, que éste esquivó y le lanzó la pregunta del paradero de Diana, a los gritos. El hombre no respondió nada y entre sorprendido y ofuscado, se retiró a su habitación sin hablarle. Carlos era una patética figura enrojecida que apenas podía moverse y al que las oleadas del llanto sacudieron hasta que se durmiera completamente.
A la mañana siguiente, se arrastró hasta la cocina en donde encontró una nota del viejo con una dirección. Se quemó la garganta con un café y huyó en su auto hacia allí.
En el viaje pensó en la idiotez de haber creído la absurda historia de que casándose con Delfina, podría tener siempre cerca, a Diana… sin reparar en que tan sólo así, el viejo se lo sacaba de encima, y lo mantenía controlado… Golpeó el volante con el puño cuando recordó que sus pensamientos eróticos sobre Diana, lo habían hecho forzar a la menor, al tenerla tan cerca en la cama… Se sintió más que insensato, no solo el matrimonio lo ataría…
Llegó a una espléndida mansión victoriana toda coloreada de arenas y rosas pálidos. Victorian Assylum, se leía en una placa de bronce en el portón. Con la cabeza a punto de estallar, traspasó la enorme puerta de hierro. En el eterno jardín con varias mesas y sillas para los visitantes, vio de espaldas, al viejo…
Visto desde allí, imaginaba su semblante triunfante de galán maduro de cine, que se queda con la chica. En un banco de madera, con su preciosa gema sentada en sus rodillas… La inmoral y apergaminada mano del viejo descansando en las redondas caderas… y ella, riendo feliz, echando su luminosa cabeza hacia atrás, niña eterna, perdida para siempre…
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3 comentarios:
Marta, como siempre este relato lleva tu sello de calidad.
Me mantuvo en vilo todos estos minutos que lo estuve leyendo.
Es excelente.
Te mando un beso
OSKARLEHZI
M equedo sin palabras... muchas imagenes. Logras despertar muchas sensaciones y emociones. Te felicito.
Paois
Que decir, me encanta como escribes.
Gracias
Marjabra
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