Tuve que ponerles la foto de la estatuilla inspiradora del cuento, porque han habido tantas y tantas personas que flashearon (por modernizarme un poco y no parecer tan veterana!!) tantos de los que me leen que "vieron" a Sigila que no quise defraudarlos.
Y es que eso es lo que me gusta de jugar con el lenguaje. Que anque no tenga chapa para hacerlo, y a veces lo haga como el reverendo traste, logre que el que me lee, "vea" lo que escribo. Eso es lo que me fascina de este arte. Hacerle vislumbrar a alguien lo que quiero que vea, como lo veo yo, y aunque sea en una ficciòn, ser la que tenga la ùltima palabra, jajajja, sì, porque lo que veo, te lo hago ver y aunque parezca una locura es un modo de jugar (de las ratas de biblioteca como yo) y de divertirme y ser ilimitada, completamente libre... en el infinito mar de palabras que me genera esta gula y este vicio, de escribirte, reescribirte y compartirme con quien sea, todos los dìas!
Gracias!
lunes, 30 de marzo de 2009
Qué bueno que estén ahí...
Esto de aprender dìa a dìa a usar esta cosita llamada blog, me tiene loca. Releo mis cuentos, me obligo a reescribir infinitas barrabasadas escritas algùn tiempo atràs. Vuelvo a conocerme y ser quien fui y quien soy, gracias a las palabras preciosas que he estado recibiendo en mi mail desde que esto empezò a circular.
GRACIAS
GRACIAS
Haber vuelto
Quizás fueron los relámpagos. No sé. La noche cargada de electricidad debió poner mi cerebro a trabajar.
Ni bien me animé a abrir los ojos y levantarme, me golpeé, desvaneciéndome por unos instantes. Al rato, aunque parecieron años, lo volví a intentar. Logré abrir. Salí. Encontré una puerta cerrada. Me faltaba el aire. ¿Cuánto tiempo habría pasado? Estaba muy débil. Un nuevo desmayo me sorprendió y, al despertar, creí que, en efecto, habrían pasado décadas. Se abrió otra puerta.
Y fui libre.
No vi una sola persona. El aire helado me bañaba toda. Anduve despacio, aunque lo más rápido que podía. Las callecitas angostas y la oscuridad tan densa de una noche sin luna no me decían nada. No conseguía saber dónde estaba, pero seguía caminando.
A lo lejos apareció una luz perdida. Decididamente la ciudad estaba desierta. ¿Quién podría saber qué hora era? Me congelaba, vestida únicamente con una tonta bata blanca de hospital.
Estaba llegando al lugar de donde el resplandor provenía. Faltándome unos metros, me torcí el pie derecho. Me agaché dolorida. Mi piel era un desastre. Costras amarronadas se desprendían al tocar el tobillo Decidí no empeorar la situación. Caminando, el calor de los músculos calmaría la sensación de desgarro.
Lentamente, logré llegar a una casilla de vigilancia. Un hombre muy viejo dormía rodeado de botellas vacías. Lo sacudí hasta cansarme, pero no pude despertarlo. Lo único que me sirvió, fue el manojo de llaves y el almanaque adherido a la pared de madera. Era el año mil novecientos noventa y ocho. Yo recordaba hasta el setenta y dos. ¡Qué cosa más extraña! El lugar no parecía un sanatorio. Más bien se asemejaba a una casa de reposo. Seguramente lo sería. No veía casi nada, pero había mucho parque. Más adelante, apareció ante mí un portón de hierro.
Abriéndolo, salí desaforada.
Algunos autos pasaban por la avenida arbolada. Empecé a recorrerla. Un perro comenzó a ladrar ¿Quizás me habrían operado allí? ¿Se mantenía el olor desagradable a productos químicos? Enloquecido, el pequeño can llegó a colgarse desesperado de mi bata. Agachándome, quise levantarlo. Lo espanté. No sé cómo, pero se fue huyendo. Llorando. Con la cola entre las patas. ¡Vaya uno a saber! Seguí caminando. Al darme vuelta, vi el cartel de la calle. ¡Qué cerca estaba de casa! Apuré el paso hasta la extenuación. No reconocía nada. Salvo por la numeración, el barrio no era el mismo.
Hasta que, al fin, llegué.
Mi casa, no había cambiado. Parecía abandonada. Era de noche. Quizás no fuese para tanto. Golpeé. Pensé en lo felices que se pondrían todos. Ojalá ya tuviera nietos. Volví a golpear la puerta. Nada. Entré. No había nadie. Hacía años que no había nadie. Por lo menos alguien que hubiera limpiado. Varios inviernos habían depositado un velo grisáceo sobre los muebles. Las carpetitas tejidas al crochet estaban endurecidas debajo de los portarretratos. Un ángulo de la mesa del living permanecía poblado de imágenes amarillentas de una vida bien vivida. Los dos juntos en la playa. Otra, con una de las nenas. Una, más allá, de las dos muy chicas. Tal cual las dejé. Tendría que actualizarlas urgentemente. Eran del año en que ... En aquel momento recordé todo. Debería haber regresado al lugar de donde venía. Para què volver? Y menos en este estado… Pero algo no andaba bien. En vez de caminar hacia afuera, me interné un poco más en la casa.
Llegué a la habitación grande. La que miraba al jardín.
La nuestra.
En esa cama testigo de tanta vida, dormía un anciano. Me sobresalté. Su rostro apergaminado se iluminaba apenas por un televisor encendido a los pies de la cama. Antes de que pudiera pensar cualquier cosa, se despertó. Achicando los ojos, que seguían siendo enormes, preguntó quién era yo. Prendiendo entonces la luz rojiza de su mesa de noche, logró verme.
—Te estaba esperando —suspiró.
Como al descuido, quise acomodar mi cabello. Un gran mechón endurecido cayó al suelo. Lo miré sin entender del todo. Acercándome, tomó mis manos y me hizo sentar a su lado. Miraba con los ojos muy abiertos. Como antes. Y sólo por ese azul en el que había buceado tanto, lo reconocí. Su voz no era la misma. Tampoco su piel. El cuerpo era una ruina. Larguísimo. Extremadamente flaco. Observé sus manos de huesos anudados sosteniendo a las mías, muy frías. Con cada caricia su contacto tibio me quebraba, hacía polvo mi carne seca. Di una vuelta a la cabeza acongojada y, cuando el espejo de la cómoda me vio, deseé huir. Quise quitar mis manos de entre las suyas pero no me lo permitió. Le pregunté si no me tenía miedo... No contestó.
—¿Para qué habré vuelto? —me repetí.
Mientras nadábamos cada uno en los ojos del otro, vi que mi imagen reflejada en el inmenso mar de los suyos era la de aquella chiquilina que él había amado tanto.
Entonces supe para qué había vuelto.
Y decidí quedarme con él.
O, mejor dicho, me lo llevé conmigo.
Ni bien me animé a abrir los ojos y levantarme, me golpeé, desvaneciéndome por unos instantes. Al rato, aunque parecieron años, lo volví a intentar. Logré abrir. Salí. Encontré una puerta cerrada. Me faltaba el aire. ¿Cuánto tiempo habría pasado? Estaba muy débil. Un nuevo desmayo me sorprendió y, al despertar, creí que, en efecto, habrían pasado décadas. Se abrió otra puerta.
Y fui libre.
No vi una sola persona. El aire helado me bañaba toda. Anduve despacio, aunque lo más rápido que podía. Las callecitas angostas y la oscuridad tan densa de una noche sin luna no me decían nada. No conseguía saber dónde estaba, pero seguía caminando.
A lo lejos apareció una luz perdida. Decididamente la ciudad estaba desierta. ¿Quién podría saber qué hora era? Me congelaba, vestida únicamente con una tonta bata blanca de hospital.
Estaba llegando al lugar de donde el resplandor provenía. Faltándome unos metros, me torcí el pie derecho. Me agaché dolorida. Mi piel era un desastre. Costras amarronadas se desprendían al tocar el tobillo Decidí no empeorar la situación. Caminando, el calor de los músculos calmaría la sensación de desgarro.
Lentamente, logré llegar a una casilla de vigilancia. Un hombre muy viejo dormía rodeado de botellas vacías. Lo sacudí hasta cansarme, pero no pude despertarlo. Lo único que me sirvió, fue el manojo de llaves y el almanaque adherido a la pared de madera. Era el año mil novecientos noventa y ocho. Yo recordaba hasta el setenta y dos. ¡Qué cosa más extraña! El lugar no parecía un sanatorio. Más bien se asemejaba a una casa de reposo. Seguramente lo sería. No veía casi nada, pero había mucho parque. Más adelante, apareció ante mí un portón de hierro.
Abriéndolo, salí desaforada.
Algunos autos pasaban por la avenida arbolada. Empecé a recorrerla. Un perro comenzó a ladrar ¿Quizás me habrían operado allí? ¿Se mantenía el olor desagradable a productos químicos? Enloquecido, el pequeño can llegó a colgarse desesperado de mi bata. Agachándome, quise levantarlo. Lo espanté. No sé cómo, pero se fue huyendo. Llorando. Con la cola entre las patas. ¡Vaya uno a saber! Seguí caminando. Al darme vuelta, vi el cartel de la calle. ¡Qué cerca estaba de casa! Apuré el paso hasta la extenuación. No reconocía nada. Salvo por la numeración, el barrio no era el mismo.
Hasta que, al fin, llegué.
Mi casa, no había cambiado. Parecía abandonada. Era de noche. Quizás no fuese para tanto. Golpeé. Pensé en lo felices que se pondrían todos. Ojalá ya tuviera nietos. Volví a golpear la puerta. Nada. Entré. No había nadie. Hacía años que no había nadie. Por lo menos alguien que hubiera limpiado. Varios inviernos habían depositado un velo grisáceo sobre los muebles. Las carpetitas tejidas al crochet estaban endurecidas debajo de los portarretratos. Un ángulo de la mesa del living permanecía poblado de imágenes amarillentas de una vida bien vivida. Los dos juntos en la playa. Otra, con una de las nenas. Una, más allá, de las dos muy chicas. Tal cual las dejé. Tendría que actualizarlas urgentemente. Eran del año en que ... En aquel momento recordé todo. Debería haber regresado al lugar de donde venía. Para què volver? Y menos en este estado… Pero algo no andaba bien. En vez de caminar hacia afuera, me interné un poco más en la casa.
Llegué a la habitación grande. La que miraba al jardín.
La nuestra.
En esa cama testigo de tanta vida, dormía un anciano. Me sobresalté. Su rostro apergaminado se iluminaba apenas por un televisor encendido a los pies de la cama. Antes de que pudiera pensar cualquier cosa, se despertó. Achicando los ojos, que seguían siendo enormes, preguntó quién era yo. Prendiendo entonces la luz rojiza de su mesa de noche, logró verme.
—Te estaba esperando —suspiró.
Como al descuido, quise acomodar mi cabello. Un gran mechón endurecido cayó al suelo. Lo miré sin entender del todo. Acercándome, tomó mis manos y me hizo sentar a su lado. Miraba con los ojos muy abiertos. Como antes. Y sólo por ese azul en el que había buceado tanto, lo reconocí. Su voz no era la misma. Tampoco su piel. El cuerpo era una ruina. Larguísimo. Extremadamente flaco. Observé sus manos de huesos anudados sosteniendo a las mías, muy frías. Con cada caricia su contacto tibio me quebraba, hacía polvo mi carne seca. Di una vuelta a la cabeza acongojada y, cuando el espejo de la cómoda me vio, deseé huir. Quise quitar mis manos de entre las suyas pero no me lo permitió. Le pregunté si no me tenía miedo... No contestó.
—¿Para qué habré vuelto? —me repetí.
Mientras nadábamos cada uno en los ojos del otro, vi que mi imagen reflejada en el inmenso mar de los suyos era la de aquella chiquilina que él había amado tanto.
Entonces supe para qué había vuelto.
Y decidí quedarme con él.
O, mejor dicho, me lo llevé conmigo.
Sobre Delia y Alfredo...
Delia iba acomodando, una a una, las antiguas cartas de Alfredo.
Pasaba su mano moteada de círculos amarronados sobre los papeles de un sepia intenso, alisándolos.
Sonreía a las letras masculinas, empinadas y descoloridas. Besaba las curvas y rectas de su marchita caligrafía.
Tomaba cada sobre y lo apilaba a un lado. Hacía con las crepitantes hojas una montañita de viejas palabras enamoradas.
Un par de velas deformadas se consumían alumbrando la calidez del pecho de Delia.
Otros dos grandes cirios amarillentos, flameaban una última derrota, desde el fondo del salón.
Deslizó su centenaria mirada sobre el aletear de las llamas. Vagaba su mente, perdida entre renglones desbordantes de vitalidad y deseos de aquel hombre amado. Recortaba imágenes de una pareja de niños tomándose las manos bajo el pupitre en la escuela. Delicadas fotos desteñidas acomodábanse en el archivo de su memoria.
Una tras otra, rememorando tiempos eternos, momentos perdidos en un tiempo ya vivido. Momentos que guardaría, desde ahora y para siempre, celosamente, su Alfredo.
Una misiva arrugada, desde aquellos años de la guerra. Otra, de letra cuidada y puntillosa, desde la Universidad.
Otras, muchas, derramando promesas incumplidas.
Y aquellos dos cirios dorados, sacudiendo sus lenguas anaranjadas, atestiguaban inconscientes la presencia de esos otros rostros maduros, difusos, inertes, que la espiaban desde la ocre oscuridad.
Ella, seguía en el escritorio francés, acariciaba la pluma, los folios, las simples cosas de su amado. Nadie reparaba en la anciana mujer.
De pronto, oyó a sus espaldas, trajines apurados y percibió tenues luces que ayudaban a realizar su tarea a dos hombres jóvenes.
Se apuró en su quehacer. Estaba agitada. Se levantó, con dificultad, de la poltrona. En sus manos llevaba su paquetito ambarino, atado con la cinta rosada y quebradiza de colegiala. La que él tanto besara... Se acercó al hombre que había amado tanto. Ante los ojos de todos, ignorándolos, lo besó en los labios y puso sobre sus manos de nieve, el tesoro de papel que de él conservara.
-Tenlo vos, mi vida, ya no tiene sentido que yo lo guarde. No es reproche, no, sólo que necesita mi alma dejarte, aunque sea tan tarde ya para mí –susurró en su oído apagado.
Los otros, se limitaron a observar la escena. Serios. Algo conmovidos, seguramente, aunque inexpresivos. Ella, sin esperar nada de él, giró sobre sí misma clavando la vista en los rojos cerámicos del suelo. Deslizándose como una sombra salió a la calle, dejándoles como recuerdo, el viento estival que se colara, subrepticiamente, al cerrarse la puerta tras de sí.
El par de inmensos cirios, con sus parpadeantes crestas de fuego, vieron partir, en el silencio de la abadía, el casto ataúd, del padre Alfredo.
Pasaba su mano moteada de círculos amarronados sobre los papeles de un sepia intenso, alisándolos.
Sonreía a las letras masculinas, empinadas y descoloridas. Besaba las curvas y rectas de su marchita caligrafía.
Tomaba cada sobre y lo apilaba a un lado. Hacía con las crepitantes hojas una montañita de viejas palabras enamoradas.
Un par de velas deformadas se consumían alumbrando la calidez del pecho de Delia.
Otros dos grandes cirios amarillentos, flameaban una última derrota, desde el fondo del salón.
Deslizó su centenaria mirada sobre el aletear de las llamas. Vagaba su mente, perdida entre renglones desbordantes de vitalidad y deseos de aquel hombre amado. Recortaba imágenes de una pareja de niños tomándose las manos bajo el pupitre en la escuela. Delicadas fotos desteñidas acomodábanse en el archivo de su memoria.
Una tras otra, rememorando tiempos eternos, momentos perdidos en un tiempo ya vivido. Momentos que guardaría, desde ahora y para siempre, celosamente, su Alfredo.
Una misiva arrugada, desde aquellos años de la guerra. Otra, de letra cuidada y puntillosa, desde la Universidad.
Otras, muchas, derramando promesas incumplidas.
Y aquellos dos cirios dorados, sacudiendo sus lenguas anaranjadas, atestiguaban inconscientes la presencia de esos otros rostros maduros, difusos, inertes, que la espiaban desde la ocre oscuridad.
Ella, seguía en el escritorio francés, acariciaba la pluma, los folios, las simples cosas de su amado. Nadie reparaba en la anciana mujer.
De pronto, oyó a sus espaldas, trajines apurados y percibió tenues luces que ayudaban a realizar su tarea a dos hombres jóvenes.
Se apuró en su quehacer. Estaba agitada. Se levantó, con dificultad, de la poltrona. En sus manos llevaba su paquetito ambarino, atado con la cinta rosada y quebradiza de colegiala. La que él tanto besara... Se acercó al hombre que había amado tanto. Ante los ojos de todos, ignorándolos, lo besó en los labios y puso sobre sus manos de nieve, el tesoro de papel que de él conservara.
-Tenlo vos, mi vida, ya no tiene sentido que yo lo guarde. No es reproche, no, sólo que necesita mi alma dejarte, aunque sea tan tarde ya para mí –susurró en su oído apagado.
Los otros, se limitaron a observar la escena. Serios. Algo conmovidos, seguramente, aunque inexpresivos. Ella, sin esperar nada de él, giró sobre sí misma clavando la vista en los rojos cerámicos del suelo. Deslizándose como una sombra salió a la calle, dejándoles como recuerdo, el viento estival que se colara, subrepticiamente, al cerrarse la puerta tras de sí.
El par de inmensos cirios, con sus parpadeantes crestas de fuego, vieron partir, en el silencio de la abadía, el casto ataúd, del padre Alfredo.
lunes, 23 de marzo de 2009
DESNUDAME...
Antes de quitarme la ropa, antes de amarme…desnúdame, por favor.
Quítame una a una las prendas que me cautivan.
Libérame de ropajes y atavíos que el tiempo fue cargando sobre mi piel.
Pero para esto, mi vida, deberías, aunque sea sólo un día, dejar de respetarme. No me malinterpretes, amor, pero desnúdame pronto, porque baja el sol y el fuego se desvanece en el atardecer.
Quiero hacerte conocer una a una las curvas y recovecos en las ondulaciones grisáceas de mi cerebro. El rincón oculto, como un altar, donde están tus recuerdos, tus palabras, tus caricias atropelladas, todos y cada uno de los momentos que pasamos juntos.
Necesito alivianar el peso de mi corazón, porque inclina mi andar y duele en mi pecho cuando te pienso. ¿O acaso ya te lo di ? ¿Lo tienes todo? ¿Y la opresión que se desliza desde mi garganta hasta la boca de mi estómago es el recuerdo de aquél que fue mío y ahora te pertenece por entero?
Pero para todo esto, amor, deberías desnudarme primero.
Quítame la espesa moral. Los usos. Las costumbres. Sácame los años de estudio, la cultura, la religión, las otras religiones que me tentaron, la gente que ha formado y deformado mi criterio, la familia tuya y mía.
Arranca de mi espalda responsabilidades, deberes, obligaciones, incluso los derechos y, los años de esclavitud laboral, de someter mi mente a órdenes y regímenes, a rutinas y horarios.
Sácame todo, ángel. Sálvame, si puedes. Arrójalo lejos, lejos de este cuarto por lo menos.
Y tómame.
Desnuda.
Desnuda de veras.
¿Acaso en blanco podrías amarme?
¿Acaso la mujer primitiva y básica podría llenarte?
Quiero regalarte la esencia misma, mi alma y mi cuerpo.
Sin memoria. Sólo sentidos despiertos.
Ahora, sí. Ahora que estoy completamente desnuda y que, como un héroe, cortaste mis cadenas, mientras floto liviana en el agua de tus ojos cristalinos, descubre la perla entre las valvas de mi carne viva y entrégate a mí que estoy encendida.
Quítame una a una las prendas que me cautivan.
Libérame de ropajes y atavíos que el tiempo fue cargando sobre mi piel.
Pero para esto, mi vida, deberías, aunque sea sólo un día, dejar de respetarme. No me malinterpretes, amor, pero desnúdame pronto, porque baja el sol y el fuego se desvanece en el atardecer.
Quiero hacerte conocer una a una las curvas y recovecos en las ondulaciones grisáceas de mi cerebro. El rincón oculto, como un altar, donde están tus recuerdos, tus palabras, tus caricias atropelladas, todos y cada uno de los momentos que pasamos juntos.
Necesito alivianar el peso de mi corazón, porque inclina mi andar y duele en mi pecho cuando te pienso. ¿O acaso ya te lo di ? ¿Lo tienes todo? ¿Y la opresión que se desliza desde mi garganta hasta la boca de mi estómago es el recuerdo de aquél que fue mío y ahora te pertenece por entero?
Pero para todo esto, amor, deberías desnudarme primero.
Quítame la espesa moral. Los usos. Las costumbres. Sácame los años de estudio, la cultura, la religión, las otras religiones que me tentaron, la gente que ha formado y deformado mi criterio, la familia tuya y mía.
Arranca de mi espalda responsabilidades, deberes, obligaciones, incluso los derechos y, los años de esclavitud laboral, de someter mi mente a órdenes y regímenes, a rutinas y horarios.
Sácame todo, ángel. Sálvame, si puedes. Arrójalo lejos, lejos de este cuarto por lo menos.
Y tómame.
Desnuda.
Desnuda de veras.
¿Acaso en blanco podrías amarme?
¿Acaso la mujer primitiva y básica podría llenarte?
Quiero regalarte la esencia misma, mi alma y mi cuerpo.
Sin memoria. Sólo sentidos despiertos.
Ahora, sí. Ahora que estoy completamente desnuda y que, como un héroe, cortaste mis cadenas, mientras floto liviana en el agua de tus ojos cristalinos, descubre la perla entre las valvas de mi carne viva y entrégate a mí que estoy encendida.
Vogue
Estrenando su flamante soledad, creyó que habría en sí misma algo que valiera la pena. Algo que él no hubiese descubierto todavía.
Desnuda frente al espejo, trataba de encontrar belleza en su insignificante geografía.
No encontraba nada. Todo le parecía espantoso.
En la revista abierta sobre la cómoda, unas ojerosas Venus hambrientas pretendían enseñarle los secretos para tener una vida feliz y exitosa.
Revolvió el primer cajón. Lo dio vuelta sobre la cama. Probarse algo sexy ayudaría.
-Algo rojo, deslumbrante -pensó
Entre la neblina perlada de sedas y encajes asomó la oscura culata del revólver.
Algo rojo… -pensó
Desnuda frente al espejo, trataba de encontrar belleza en su insignificante geografía.
No encontraba nada. Todo le parecía espantoso.
En la revista abierta sobre la cómoda, unas ojerosas Venus hambrientas pretendían enseñarle los secretos para tener una vida feliz y exitosa.
Revolvió el primer cajón. Lo dio vuelta sobre la cama. Probarse algo sexy ayudaría.
-Algo rojo, deslumbrante -pensó
Entre la neblina perlada de sedas y encajes asomó la oscura culata del revólver.
Algo rojo… -pensó
jueves, 19 de marzo de 2009
Sigila
Fue mientras caminaba tranquilo, disfrutando un tierno sol de otoño y luego de una visita a mi médico personal, cuando la vi.
Para la gente era sólo una estatuilla de cemento, ideada para adornar jardines, montada a un escaparate de aquella mediocre tiendecita de regalos, frente a la estación central.
Sigila – Esclavitas, se leía al pie del montículo redondeado que la sostenía. Representaba a una esclava de la época del imperio romano. A diferencia de las deidades que yo conocía, ésta llevaba el cabello suelto y enruladísimo, desparramado sobre la espalda hasta la cintura. El rostro femenil, acorazonado y muy sensual, más aún que la faz de una venus. Tenía esa expresión de la mujer que ha vivido su sexo, florecida, madura, con un leve tinte de angustia en su entrecejo. Algo que hacía adivinar el deseo de la libertad.
La esclava también llevaba brazaletes que estaban atados entre sí por gruesas cadenas, a sus espaldas. Tenía el cuerpo fornido combado hacia delante, como luchando por desasirse de sus ataduras. En los tobillos había cadenas que casi no se notaban, pero ahí estaban, impidiendo su huida.
La cautiva tenía por único atuendo un chal anudado a las caderas generosas. El manto llegaba hasta el suelo y dejaba a la vista una rolliza pierna desde el muslo hasta el piecito.
Los senos estaban en primer plano, adelantados, grandes y sexuales a ultranza. Magníficos, elevándose en su justa medida, en ese tiempo mujeril que ha abandonado la adolescencia y se instala algo más lejos de la juventud. En una madurez eternizada por los siglos, la cal y la arena que la plasmaban.
Sigila... detenida en aquella instancia, había sido perpetrada por un artista que, seguramente habría hecho miles como ella, con un único molde, para distribuirlas en el mercado de este tiempo. Globalizando el arte y la belleza de una semidiosa capturada, para embellecer pequeños parques urbanos, oscurecidos de hollín y patinados de verdosa humedad porteña.
Ya en casa, busqué el mejor lugar para lucir a mi esclava. Lo encontré entre dos pinos jóvenes y un sauce, cuya función era reverdecer las grises paredes vecinas.
Preparé un adhesivo instantáneo para exteriores y unté su base, calzándola sobre un pilar blanqueado a la cal, y que iluminaba de un nácar dorado la grama por las noches. Y, finalmente, con mi escultura entronizada, pasé un momento observándola en detalle bajo la sedosa luz lunar.
Meses después de aquel momento, alguien del barrio me habló sobre los lamentos que escuchaba en las madrugadas. No le otorgué demasiado crédito. En los pueblos abundan las habladurías.
Pero aquella noche, me costó dormirme. Había leído algunos cuentos de terror de Lovecraft. Cualquiera pensaría que habría sido a causa de ellos. Más aquella misma jornada, con los sentidos aguzados y susceptibles, creí oír los quejidos. Quería ver el terreno completo y subí las escaleras hacia la habitación de arriba. Abrí las cortinas apenas para espiar hacia fuera.
Sigila..., era ella, en tamaño natural, de carne y hueso, bamboleaba su mujerío abundante luchando por zafarse de sus ataduras. Era impresionante, hermosa en extremo, luminosa como una perla. Gemía, se lamentaba al caminar en pasitos acortados por las limitadas cadenas. La luz de la luna fulguraba en el nácar de la piel, lisa como un lago helado, pero a la vez flexible y maleable como el metal más precioso.
Bajé atolondrado, enloquecido, tropezando con mis propios pies. Abrí la puerta con violencia y musité sin aliento:
¿_Quién eres?
_Libérame!–gimió asustada
Se dio vuelta frente a mí desplegando una brisa perfumada de jazmines o gardenias, ondulando su cuerpo entero, sacudiendo su cabello y yo, sin saber qué hacer sólo atiné a tocar la cadena que unía ambos brazos. Y así, sin más, ante mí sólo tacto, se soltaron y ella quedó libre.
Volvió a girar sobre sí misma y me dijo
-Sabes quien soy, me llamo Sigila –rió una cadencia de palabras perladas que fluyeron de entre sus carnosos labios de talco.
Luego se acercó a mí y adivinó mi temblor ante lo desconocido de su exótica presencia en mi casa. Levantó su pequeña mano y acarició mi mejilla, luego posó sus labios sobre los míos y lentamente se apretó a mí. Noté una piel cálida, un beso casi humano, saborizado de romero y salvia y mi virilidad evidenció la presencia de la voluptuosidad de sus redondeces, blandas en algunas partes y turgentes en otras. Ella rió, como única respuesta a mis sensaciones, separándose divertida.
De pronto, habló:
_Necesito ir con el escritor, déjame buscarlo –susurró
¿_Qué escritor? –pregunté, deseando haberlo sido
-Lovecraft –musitó suavemente
Yo no podía creer lo que oía. De pronto ella se encaminó hacia la puertecita del sótano.
-Allí –indicó con un dedo fino y alargado
-Él me necesita –gesticuló suplicante
La curiosidad ante todo este episodio me estaba picando como una urticaria empecinada. Abrí con la llavecita la puerta para ella, pero diciéndole que allí no encontraría más que trastos viejos acumulados por años. Ella no hizo caso y me siguió, bajando la escalerita en la semioscuridad.
Prendí el farolito que iluminaba el subsuelo de la vieja casa y ahí, como yo lo pronosticara, sólo había petates en desuso y suciedad. Pero ella aseguraba que allí estaban su escritorio, velas, pluma, todas las cosas del viejo narrador. Pidió permiso para quedarse allí a esperarlo hasta que él volviese. El mohín de sus ojos pedigüeños me hicieron aceptar su solicitud enternecedora.
Ella se sentó en un rincón y me dijo que me fuera, que no me preocupara, que durante el día ella seguiría en su lugar y jamás me molestaría.
_Apaga la luz y vete –me dijo con rostro agradecido.
Eso hice, desconcertado. Bajé el interruptor y dejé la penumbra junto a la bella y me fui convencido de haber vivido un sueño.
Al día siguiente subí a mi auto para ir a mi trabajo y le eché una mirada de soslayo a mi esclava. Allí estaba, pequeña y radiante a la luz del sol. Me fui.
A la vuelta, vine muy tarde, cansado y con aquel suceso presente en mi mente, con ganas de revivir el estado onírico y fantasmal del día anterior.
A eso de las doce de la noche, bajé al subsuelo. Iluminé la habitación y ella se acercó a darme un suave beso en la mejilla. Dijo que él no había venido aún, que ya llegaría a reunirse con ella.
Yo pensaba en aquel extraño sueño que volvía a reiterarse aquella noche.
Quise que aquel estado se prolongara. Me quité el peso de pensarlo como una realidad dejándome llevar por el instinto. Intenté besarla, hurgar en la pesada manta que rodeaba sus glúteos globosos. Ella no me permitió hacer nada de eso. Se liberó de mis manos incoherentes. Huyó de mí con mirada escandalizada. Ella dijo ser únicamente de él, por el tiempo que él la necesitara.
Quedé perplejo, con las manos vacías, pensando en el placer que ella no quería darme, y preguntándome el porqué, si ella era únicamente producto de mi imaginación. O acaso no lo era?
Varias jornadas pasaron sin bajar al sótano. Una tarde al llegar del trabajo, vi a la empleada doméstica limpiando los restos de lo que fuera la estatua. No me dio explicación alguna, simplemente me dijo haberla encontrado así. Destruida. Sólo trozos de Sigila.
Esperé hasta la medianoche, algo apenado por no tenerla, por la sombra que ya no proyectaba su cuerpecito en el verde gramillón. Pensaba en ir a aquella tienda a ver si tenían más de aquellas estatuillas. Una vez llegada la hora, bajé. No quise pensar en que ella volviera a rechazarme. Si yo la soñaba, ella debería satisfacerme, después de todo era mi creación.
Abrí la portezuela contando mis pasos. Encendí la luminaria amarillenta de los bajos de la casa. Bajé uno a uno los escaloncitos hasta el espacio que estaría como siempre, cubierto de cosas inútiles. Pero lo que vi allí no fue producto onírico ni de mi imaginación. Fue algo que aún hoy me pregunto si fue o no realidad.
Ahí abajo había una inmensa biblioteca con libros antiquísimos, incunables, volúmenes inmensos, pequeños, de todo, incluso manuscritos enrollados y atados con lienzos color sepia. También observé una mesa amplia y abarrotada de papeles manchados de tinta, escritos y borroneados. Una pluma, un tintero y todo iluminado con un candelabro de hierro y varias velas sobre platos, chorreando hasta el suelo algo así como estalactitas de una cera amarillenta y gomosa. Las paredes brillaban con una intensa humedad mohosa. Y allí mismo, en la silla junto a la mesa estaba la pareja.
Ella, Sigila, sentada sobre las rodillas del hombre. El viejo escritor al que ella se había referido. Se besaban apasionadamente. Ella lo provocaba, pasando su lengua blanca por su cuello y orejas. Luego lo envolvía con sus piernas largas y ya ni siquiera llevaba la chalina gruesa cubriendo parte de su sexo. Nada. Ella era toda piel blanca. Toda cabello rizado. Toda belleza lunar en la galaxia de su pequeño universo de amor. Él respondía como un loco, enervado, arrebolado, sudoroso, enloquecido de amor. Repitiendo incansablemente: -Sigila, mi musa –con arenosa voz enamorada.
No puedo negar que la envidia me volvió irascible y estuve a punto de gritar. Pero me di cuenta de que mi mundo no era el suyo. Me di vuelta y corrí. Llegando hasta el medio del jardín, me detuve, tomé aire y entré a la casa. Me metí a la cama. Pensé largo rato en todo aquello. Al día siguiente repondría la escultura. Seguiría con mi vida, y por un tiempo trataría de no bajar al desván. Sí, eso haría...
Para la gente era sólo una estatuilla de cemento, ideada para adornar jardines, montada a un escaparate de aquella mediocre tiendecita de regalos, frente a la estación central.
Sigila – Esclavitas, se leía al pie del montículo redondeado que la sostenía. Representaba a una esclava de la época del imperio romano. A diferencia de las deidades que yo conocía, ésta llevaba el cabello suelto y enruladísimo, desparramado sobre la espalda hasta la cintura. El rostro femenil, acorazonado y muy sensual, más aún que la faz de una venus. Tenía esa expresión de la mujer que ha vivido su sexo, florecida, madura, con un leve tinte de angustia en su entrecejo. Algo que hacía adivinar el deseo de la libertad.
La esclava también llevaba brazaletes que estaban atados entre sí por gruesas cadenas, a sus espaldas. Tenía el cuerpo fornido combado hacia delante, como luchando por desasirse de sus ataduras. En los tobillos había cadenas que casi no se notaban, pero ahí estaban, impidiendo su huida.
La cautiva tenía por único atuendo un chal anudado a las caderas generosas. El manto llegaba hasta el suelo y dejaba a la vista una rolliza pierna desde el muslo hasta el piecito.
Los senos estaban en primer plano, adelantados, grandes y sexuales a ultranza. Magníficos, elevándose en su justa medida, en ese tiempo mujeril que ha abandonado la adolescencia y se instala algo más lejos de la juventud. En una madurez eternizada por los siglos, la cal y la arena que la plasmaban.
Sigila... detenida en aquella instancia, había sido perpetrada por un artista que, seguramente habría hecho miles como ella, con un único molde, para distribuirlas en el mercado de este tiempo. Globalizando el arte y la belleza de una semidiosa capturada, para embellecer pequeños parques urbanos, oscurecidos de hollín y patinados de verdosa humedad porteña.
Ya en casa, busqué el mejor lugar para lucir a mi esclava. Lo encontré entre dos pinos jóvenes y un sauce, cuya función era reverdecer las grises paredes vecinas.
Preparé un adhesivo instantáneo para exteriores y unté su base, calzándola sobre un pilar blanqueado a la cal, y que iluminaba de un nácar dorado la grama por las noches. Y, finalmente, con mi escultura entronizada, pasé un momento observándola en detalle bajo la sedosa luz lunar.
Meses después de aquel momento, alguien del barrio me habló sobre los lamentos que escuchaba en las madrugadas. No le otorgué demasiado crédito. En los pueblos abundan las habladurías.
Pero aquella noche, me costó dormirme. Había leído algunos cuentos de terror de Lovecraft. Cualquiera pensaría que habría sido a causa de ellos. Más aquella misma jornada, con los sentidos aguzados y susceptibles, creí oír los quejidos. Quería ver el terreno completo y subí las escaleras hacia la habitación de arriba. Abrí las cortinas apenas para espiar hacia fuera.
Sigila..., era ella, en tamaño natural, de carne y hueso, bamboleaba su mujerío abundante luchando por zafarse de sus ataduras. Era impresionante, hermosa en extremo, luminosa como una perla. Gemía, se lamentaba al caminar en pasitos acortados por las limitadas cadenas. La luz de la luna fulguraba en el nácar de la piel, lisa como un lago helado, pero a la vez flexible y maleable como el metal más precioso.
Bajé atolondrado, enloquecido, tropezando con mis propios pies. Abrí la puerta con violencia y musité sin aliento:
¿_Quién eres?
_Libérame!–gimió asustada
Se dio vuelta frente a mí desplegando una brisa perfumada de jazmines o gardenias, ondulando su cuerpo entero, sacudiendo su cabello y yo, sin saber qué hacer sólo atiné a tocar la cadena que unía ambos brazos. Y así, sin más, ante mí sólo tacto, se soltaron y ella quedó libre.
Volvió a girar sobre sí misma y me dijo
-Sabes quien soy, me llamo Sigila –rió una cadencia de palabras perladas que fluyeron de entre sus carnosos labios de talco.
Luego se acercó a mí y adivinó mi temblor ante lo desconocido de su exótica presencia en mi casa. Levantó su pequeña mano y acarició mi mejilla, luego posó sus labios sobre los míos y lentamente se apretó a mí. Noté una piel cálida, un beso casi humano, saborizado de romero y salvia y mi virilidad evidenció la presencia de la voluptuosidad de sus redondeces, blandas en algunas partes y turgentes en otras. Ella rió, como única respuesta a mis sensaciones, separándose divertida.
De pronto, habló:
_Necesito ir con el escritor, déjame buscarlo –susurró
¿_Qué escritor? –pregunté, deseando haberlo sido
-Lovecraft –musitó suavemente
Yo no podía creer lo que oía. De pronto ella se encaminó hacia la puertecita del sótano.
-Allí –indicó con un dedo fino y alargado
-Él me necesita –gesticuló suplicante
La curiosidad ante todo este episodio me estaba picando como una urticaria empecinada. Abrí con la llavecita la puerta para ella, pero diciéndole que allí no encontraría más que trastos viejos acumulados por años. Ella no hizo caso y me siguió, bajando la escalerita en la semioscuridad.
Prendí el farolito que iluminaba el subsuelo de la vieja casa y ahí, como yo lo pronosticara, sólo había petates en desuso y suciedad. Pero ella aseguraba que allí estaban su escritorio, velas, pluma, todas las cosas del viejo narrador. Pidió permiso para quedarse allí a esperarlo hasta que él volviese. El mohín de sus ojos pedigüeños me hicieron aceptar su solicitud enternecedora.
Ella se sentó en un rincón y me dijo que me fuera, que no me preocupara, que durante el día ella seguiría en su lugar y jamás me molestaría.
_Apaga la luz y vete –me dijo con rostro agradecido.
Eso hice, desconcertado. Bajé el interruptor y dejé la penumbra junto a la bella y me fui convencido de haber vivido un sueño.
Al día siguiente subí a mi auto para ir a mi trabajo y le eché una mirada de soslayo a mi esclava. Allí estaba, pequeña y radiante a la luz del sol. Me fui.
A la vuelta, vine muy tarde, cansado y con aquel suceso presente en mi mente, con ganas de revivir el estado onírico y fantasmal del día anterior.
A eso de las doce de la noche, bajé al subsuelo. Iluminé la habitación y ella se acercó a darme un suave beso en la mejilla. Dijo que él no había venido aún, que ya llegaría a reunirse con ella.
Yo pensaba en aquel extraño sueño que volvía a reiterarse aquella noche.
Quise que aquel estado se prolongara. Me quité el peso de pensarlo como una realidad dejándome llevar por el instinto. Intenté besarla, hurgar en la pesada manta que rodeaba sus glúteos globosos. Ella no me permitió hacer nada de eso. Se liberó de mis manos incoherentes. Huyó de mí con mirada escandalizada. Ella dijo ser únicamente de él, por el tiempo que él la necesitara.
Quedé perplejo, con las manos vacías, pensando en el placer que ella no quería darme, y preguntándome el porqué, si ella era únicamente producto de mi imaginación. O acaso no lo era?
Varias jornadas pasaron sin bajar al sótano. Una tarde al llegar del trabajo, vi a la empleada doméstica limpiando los restos de lo que fuera la estatua. No me dio explicación alguna, simplemente me dijo haberla encontrado así. Destruida. Sólo trozos de Sigila.
Esperé hasta la medianoche, algo apenado por no tenerla, por la sombra que ya no proyectaba su cuerpecito en el verde gramillón. Pensaba en ir a aquella tienda a ver si tenían más de aquellas estatuillas. Una vez llegada la hora, bajé. No quise pensar en que ella volviera a rechazarme. Si yo la soñaba, ella debería satisfacerme, después de todo era mi creación.
Abrí la portezuela contando mis pasos. Encendí la luminaria amarillenta de los bajos de la casa. Bajé uno a uno los escaloncitos hasta el espacio que estaría como siempre, cubierto de cosas inútiles. Pero lo que vi allí no fue producto onírico ni de mi imaginación. Fue algo que aún hoy me pregunto si fue o no realidad.
Ahí abajo había una inmensa biblioteca con libros antiquísimos, incunables, volúmenes inmensos, pequeños, de todo, incluso manuscritos enrollados y atados con lienzos color sepia. También observé una mesa amplia y abarrotada de papeles manchados de tinta, escritos y borroneados. Una pluma, un tintero y todo iluminado con un candelabro de hierro y varias velas sobre platos, chorreando hasta el suelo algo así como estalactitas de una cera amarillenta y gomosa. Las paredes brillaban con una intensa humedad mohosa. Y allí mismo, en la silla junto a la mesa estaba la pareja.
Ella, Sigila, sentada sobre las rodillas del hombre. El viejo escritor al que ella se había referido. Se besaban apasionadamente. Ella lo provocaba, pasando su lengua blanca por su cuello y orejas. Luego lo envolvía con sus piernas largas y ya ni siquiera llevaba la chalina gruesa cubriendo parte de su sexo. Nada. Ella era toda piel blanca. Toda cabello rizado. Toda belleza lunar en la galaxia de su pequeño universo de amor. Él respondía como un loco, enervado, arrebolado, sudoroso, enloquecido de amor. Repitiendo incansablemente: -Sigila, mi musa –con arenosa voz enamorada.
No puedo negar que la envidia me volvió irascible y estuve a punto de gritar. Pero me di cuenta de que mi mundo no era el suyo. Me di vuelta y corrí. Llegando hasta el medio del jardín, me detuve, tomé aire y entré a la casa. Me metí a la cama. Pensé largo rato en todo aquello. Al día siguiente repondría la escultura. Seguiría con mi vida, y por un tiempo trataría de no bajar al desván. Sí, eso haría...
Eva, el Amor y la Bestia...
¡Cuántas noches el mismo sueño!
La mano del hombre que arropa a la nena dormida. El cuerpo inmenso y oscuro que se inclina sobre ella y la abraza muy fuerte. Como todas las noches. Con la mano izquierda, oculta en la penumbra de la habitación, cambia el pequeño diente acurrucado bajo la almohada por un billete de dos cifras.
Suena el despertador. Una silueta delgada salta de la cama y tiene que arrancarle las cobijas para que se levante. Recrimina impuntualidad, irresponsabilidad y todos lo i… que se le ocurren. Así y todo le lleva el mate a la cama. Con tostadas. Eva no puede levantarse. Cuerpo y alma quieren permanecer juntos todavía en la cama. El cuerpo, lo manda al trabajo para dejar al alma vagabundeando por ahí como es su costumbre. No como su esposo, perfecto y estilizado, que moviliza su cuerpo porque el alma siempre queda en la oficina.
Mediodía en la ciudad. El supuesto horario del almuerzo.
—Pasará “la bestia”? —se pregunta Eva.
Tiene un nombre hermoso, pero no puede decirlo. Cuando piensa en él, usa ese apelativo. Es esa parte que más le gusta y más le duele. Desde un taxi destartalado, unos ojos profundos la llaman. En la puerta de la empresa ella está siempre lista. No es fácil conseguir algo de tiempo en la vida de “la bestia”. Entonces, llega siempre al trabajo como si la hora de comer de ese día fuera una fiesta. Para estar con “la bestia”. Lo mira. Lo besa, sin besarlo. Las miradas de Eva son como caricias y su entrega es como un penetrante rayo estrellado que parte la tierra. Eso es el sexo para Eva. ¿Por qué para ella nada es como debiera? Nada es lo mismo que para “la bestia”. Antes de hablarle recrimina cosas. Hechos del pasado que dejaron huellas. Lame culpas. Y se las pasa a él, que protesta. Pensándolo, antes de tomar su añorada mano, refriega dañina por su cara sus desvelos de varias madrugadas. Antes de acoplarse (que no amarse), él vuelve a explicar las mismas cosas con la paciencia y la seducción de un padre mientras Eva deja de verlo, y mira, otra vez, al negro macho de la manada que la protege como ella quiere. Como ella necesita. Y se deja ir, presa de ese arte hermoso que la envuelve y que él practica como nadie. De ese juego que le pone sal a su vida, dando y quitando, escondiendo y reapareciendo Eso es lo que la mantiene, la fugacidad de la felicidad, la emoción, el dolor, el reencuentro. Y el abandono.
Ya en casa, Eva, es una señora. Educada y cordial. Atiende a su marido devota. Desarrolla sus quehaceres inigualablemente. Ama con la frescura perfumada de un jazmín y es la dama que se refugia en el hogar para sus vecinos y familiares. Rápido y corto es el tiempo de dedicarse el uno al otro, con las cuentas, el dinero, las responsabilidades, los compromisos ineludibles. Eva tiene un recuerdo borroso de un muchachito de rulos dorados que la hacía transpirar de sólo tocarla, que respondía únicamente a sus instintos. Ahora, ese recuerdo le genera picazón en el estómago. Se parece al temblor que “la bestia” le provoca al introducirle la lengua en su boca hasta la garganta. Así, de repente. Sin anestesia. Eva achica los ojos de gata y agudiza la mirada. Aquel muchacho se transformó en su esposo, adulto, elegante, silencioso, de manos finas y delicadas que la acarician con suavidad de palomas blancas y piden permiso para tomar su cuerpo y beber su sangre todos los días.
No siente culpas. O cree no sentirlas. Sabe que se ha desdoblado en dos personas. La esposa seria y diligente y Eva, la otra, la que se entrega a los juegos infernales que “la bestia” propone y los que juntos crean para quemarse la piel y las entrañas en el infierno de su sed. Eva con él es “ella”. Fuego. Demanda. Exigencia. Descontrol. Sabe que mucho no dura la pasión, y que tampoco ha sido fácil sacar a esa otra de adentro de sí misma. Quisiera poder disfrutarla. Mientras no se encuentren las dos juntas en un mismo momento y en un mismo lugar, todo estará bien, piensa. El único problema es no saber cuál de las dos sobrevivirá cuando “la bestia” se haya ido…
La mano del hombre que arropa a la nena dormida. El cuerpo inmenso y oscuro que se inclina sobre ella y la abraza muy fuerte. Como todas las noches. Con la mano izquierda, oculta en la penumbra de la habitación, cambia el pequeño diente acurrucado bajo la almohada por un billete de dos cifras.
Suena el despertador. Una silueta delgada salta de la cama y tiene que arrancarle las cobijas para que se levante. Recrimina impuntualidad, irresponsabilidad y todos lo i… que se le ocurren. Así y todo le lleva el mate a la cama. Con tostadas. Eva no puede levantarse. Cuerpo y alma quieren permanecer juntos todavía en la cama. El cuerpo, lo manda al trabajo para dejar al alma vagabundeando por ahí como es su costumbre. No como su esposo, perfecto y estilizado, que moviliza su cuerpo porque el alma siempre queda en la oficina.
Mediodía en la ciudad. El supuesto horario del almuerzo.
—Pasará “la bestia”? —se pregunta Eva.
Tiene un nombre hermoso, pero no puede decirlo. Cuando piensa en él, usa ese apelativo. Es esa parte que más le gusta y más le duele. Desde un taxi destartalado, unos ojos profundos la llaman. En la puerta de la empresa ella está siempre lista. No es fácil conseguir algo de tiempo en la vida de “la bestia”. Entonces, llega siempre al trabajo como si la hora de comer de ese día fuera una fiesta. Para estar con “la bestia”. Lo mira. Lo besa, sin besarlo. Las miradas de Eva son como caricias y su entrega es como un penetrante rayo estrellado que parte la tierra. Eso es el sexo para Eva. ¿Por qué para ella nada es como debiera? Nada es lo mismo que para “la bestia”. Antes de hablarle recrimina cosas. Hechos del pasado que dejaron huellas. Lame culpas. Y se las pasa a él, que protesta. Pensándolo, antes de tomar su añorada mano, refriega dañina por su cara sus desvelos de varias madrugadas. Antes de acoplarse (que no amarse), él vuelve a explicar las mismas cosas con la paciencia y la seducción de un padre mientras Eva deja de verlo, y mira, otra vez, al negro macho de la manada que la protege como ella quiere. Como ella necesita. Y se deja ir, presa de ese arte hermoso que la envuelve y que él practica como nadie. De ese juego que le pone sal a su vida, dando y quitando, escondiendo y reapareciendo Eso es lo que la mantiene, la fugacidad de la felicidad, la emoción, el dolor, el reencuentro. Y el abandono.
Ya en casa, Eva, es una señora. Educada y cordial. Atiende a su marido devota. Desarrolla sus quehaceres inigualablemente. Ama con la frescura perfumada de un jazmín y es la dama que se refugia en el hogar para sus vecinos y familiares. Rápido y corto es el tiempo de dedicarse el uno al otro, con las cuentas, el dinero, las responsabilidades, los compromisos ineludibles. Eva tiene un recuerdo borroso de un muchachito de rulos dorados que la hacía transpirar de sólo tocarla, que respondía únicamente a sus instintos. Ahora, ese recuerdo le genera picazón en el estómago. Se parece al temblor que “la bestia” le provoca al introducirle la lengua en su boca hasta la garganta. Así, de repente. Sin anestesia. Eva achica los ojos de gata y agudiza la mirada. Aquel muchacho se transformó en su esposo, adulto, elegante, silencioso, de manos finas y delicadas que la acarician con suavidad de palomas blancas y piden permiso para tomar su cuerpo y beber su sangre todos los días.
No siente culpas. O cree no sentirlas. Sabe que se ha desdoblado en dos personas. La esposa seria y diligente y Eva, la otra, la que se entrega a los juegos infernales que “la bestia” propone y los que juntos crean para quemarse la piel y las entrañas en el infierno de su sed. Eva con él es “ella”. Fuego. Demanda. Exigencia. Descontrol. Sabe que mucho no dura la pasión, y que tampoco ha sido fácil sacar a esa otra de adentro de sí misma. Quisiera poder disfrutarla. Mientras no se encuentren las dos juntas en un mismo momento y en un mismo lugar, todo estará bien, piensa. El único problema es no saber cuál de las dos sobrevivirá cuando “la bestia” se haya ido…
Hermetismo
Hermético, jugaba su deporte favorito.
Herméticos, aquellos ojos infantiles que lo recorrían, admirando cada saque.
Hermética, la esposa oscura a quien demoraba su presencia cada noche.
Herméticas, las oprimidas arterias que arrastraban un rojo espeso.
Herméticos, un recuerdo alado..., esa mujer lejana..., el pecho apretado...,
los latidos enloquecidos..., la niña que lo observa..., su cuerpo que cae...,
La vida que se le escapa...
Hermético, ese ataúd que lo carga.
Herméticos, aquellos ojos infantiles que lo recorrían, admirando cada saque.
Hermética, la esposa oscura a quien demoraba su presencia cada noche.
Herméticas, las oprimidas arterias que arrastraban un rojo espeso.
Herméticos, un recuerdo alado..., esa mujer lejana..., el pecho apretado...,
los latidos enloquecidos..., la niña que lo observa..., su cuerpo que cae...,
La vida que se le escapa...
Hermético, ese ataúd que lo carga.
El Juego del Tiempo
Frente al espejo del baño deslizó el peine por la negrura de su pelo y levantó sus pechos hacia el borde de la remera de finos breteles, para que se apreciara mejor su abundancia desde arriba. Resaltó su boca carnosa con un lápiz labial rojo que luego esfumó por sus mejillas y después dio una mirada general al resultado, arrugando la nariz por el olor ácido del que estaba impregnado el lugar. -Hombres..., pensó. Luego tomó el fuentón de plástico lleno de ropa mojada y subió las escaleras que la llevaban a la terraza.
-Tantos años de hacer lo mismo, recapacitó
-Algún día vendrá a conocerme personalmente, espero que sea antes de que cumpla los cincuenta…
Pero para eso faltaba todavía.
El ruido ensordecedor del helicóptero pobló el barrio lindero a la autopista. El aparato que venía patrullando el camino atestado de vehículos se alejó de la ruta unas cuadras, como venía haciéndolo todas las mañanas desde hacía varios años y descendió un poco sobre la casa, flotaba solo unos segundos sobre ella, arrojaba una rosa atada a una bolita de plomo y partía. En ese instante, el hombre de los binoculares la observaba tender la ropa y ella lo saludaba arrojando besos húmedos al aire.
Había comenzado ese juego, como quien saluda un tren al pasar, de aburrimiento, sin esperar ninguna respuesta. Cuarentona, dos hijos grandes, con un marido desganado que no encontraba atractiva ni a la reina del carnaval y un montón de ropa atrevida que ya no debería usar. Y el juego seguía por eso, porque no avanzaba mas de ahí, como si el tiempo no transcurriera. Y después del inocente encuentro, se cambiaba las prendas seductoras, volvía a la bata de toalla desteñida y continuaba sus quehaceres sin pensar más, con la esperanza arrumbada en el fondo del placard, hasta el día siguiente.
-Toco timbre o no? –se preguntò.
-Toco, total hace cinco años que vengo prometiéndole a mi vieja que si los treinta y cinco no me encontraban casado iba a venir a buscar a la mina de la terraza. No es ninguna pendeja, ya lo sé, pero está fuertísima y jamás me falló desde que la vi la primera vez.
Y tocó. Nadie abría, entonces insistió. Una y otra vez. De pronto, una voz de ave preguntó quien era. El contestó que era el tipo del helicóptero, el patrullero del tráfico. La puerta se abrió apenas y cuando quiso preguntar por la mujer de la terraza se dio cuenta de que no sabía ni su nombre e imaginó que, a menos que ella misma viniera a abrir, nunca lo recibirían en la casa. Pero inmediatamente, una anciana se asomó y lo tomó de la mano llevándolo hacia la cocina en donde le sirvió té con galletitas. Luego se sentó frente a él visiblemente emocionada.
Mientras tragaba el líquido tibio y juntaba fuerzas hilando las sílabas que iba a utilizar para sus preguntas, vio detrás de la cabeza gris de la vieja una foto de casamiento. Era “ella”, nunca la confundiría con nadie más, era tan especial.... El cabello como una diosa egipcia, los ojos transparentes y el busto tan erguido como desafiando a Darwin. Cuando pudo despegar los ojos del retrato quiso articular una palabra pero ella le ganó de mano.
-Ese fue el día de mi casamiento, hoy se cumplen siete décadas desde aquel día. Tenía dieciocho años, pero cuando usted me vio por primera vez yo andaba por los cuarenta y su piropo diario alimentó mi maltratado ego. Me devolvió las ilusiones... Siempre quise agradecérselo.
El té se le atravesó en la garganta y lo ahogó. No podía hablar, tosió y se desesperó. La mujer se levantó y comenzó a golpearle la espalda suavemente como si fuera un niño. Con la otra mano le tomaba la frente para sostenerlo. Cuando se calmó, sintió la proximidad de ella y su mano fría que seguía apoyada en su rostro. Aunque la tos se había calmado, las lágrimas no cesaban de rodar por su cara, incontenibles. Ella se agachó para verlo mejor y él, sin querer divisó en su escote las masas informes que le colgaban del torso arrugado. Cerró los ojos con fuerza. Algo le dolió en todo el cuerpo. Las preguntas se le amontonaban en la cabeza y no lograba hacer llegar ninguna al embudo de su boca. Ella siguió hablando.
-Me alegro que no le haya sucedido nada. Cuando supe que uno de esos aparatos se estrelló cerca de aquí me preocupé, luego no supe mas de usted, pero como no podía compartir mi secreto con nadie, al no hablar de ello lo fui dejando en el pasado y viví mi vida. Mejor, debo decirlo, gracias a usted.
Se levantó de la silla y le dijo que debía irse. Quería ordenar sus pensamientos, aunque en realidad deseaba huir de allí. Ella lo acompañó hasta la puerta, se abrazaron muy fuerte sin poder contener la emoción y cuando el pisó el umbral ella se apuró a cerrar con todos los cerrojos.
Una vez en la vereda, divisó sobre la autopista una gran columna de humo. Avanzó un par de cuadras hacia allí y vio en el asfalto los restos de un helicóptero incendiándose.
-Tantos años de hacer lo mismo, recapacitó
-Algún día vendrá a conocerme personalmente, espero que sea antes de que cumpla los cincuenta…
Pero para eso faltaba todavía.
El ruido ensordecedor del helicóptero pobló el barrio lindero a la autopista. El aparato que venía patrullando el camino atestado de vehículos se alejó de la ruta unas cuadras, como venía haciéndolo todas las mañanas desde hacía varios años y descendió un poco sobre la casa, flotaba solo unos segundos sobre ella, arrojaba una rosa atada a una bolita de plomo y partía. En ese instante, el hombre de los binoculares la observaba tender la ropa y ella lo saludaba arrojando besos húmedos al aire.
Había comenzado ese juego, como quien saluda un tren al pasar, de aburrimiento, sin esperar ninguna respuesta. Cuarentona, dos hijos grandes, con un marido desganado que no encontraba atractiva ni a la reina del carnaval y un montón de ropa atrevida que ya no debería usar. Y el juego seguía por eso, porque no avanzaba mas de ahí, como si el tiempo no transcurriera. Y después del inocente encuentro, se cambiaba las prendas seductoras, volvía a la bata de toalla desteñida y continuaba sus quehaceres sin pensar más, con la esperanza arrumbada en el fondo del placard, hasta el día siguiente.
-Toco timbre o no? –se preguntò.
-Toco, total hace cinco años que vengo prometiéndole a mi vieja que si los treinta y cinco no me encontraban casado iba a venir a buscar a la mina de la terraza. No es ninguna pendeja, ya lo sé, pero está fuertísima y jamás me falló desde que la vi la primera vez.
Y tocó. Nadie abría, entonces insistió. Una y otra vez. De pronto, una voz de ave preguntó quien era. El contestó que era el tipo del helicóptero, el patrullero del tráfico. La puerta se abrió apenas y cuando quiso preguntar por la mujer de la terraza se dio cuenta de que no sabía ni su nombre e imaginó que, a menos que ella misma viniera a abrir, nunca lo recibirían en la casa. Pero inmediatamente, una anciana se asomó y lo tomó de la mano llevándolo hacia la cocina en donde le sirvió té con galletitas. Luego se sentó frente a él visiblemente emocionada.
Mientras tragaba el líquido tibio y juntaba fuerzas hilando las sílabas que iba a utilizar para sus preguntas, vio detrás de la cabeza gris de la vieja una foto de casamiento. Era “ella”, nunca la confundiría con nadie más, era tan especial.... El cabello como una diosa egipcia, los ojos transparentes y el busto tan erguido como desafiando a Darwin. Cuando pudo despegar los ojos del retrato quiso articular una palabra pero ella le ganó de mano.
-Ese fue el día de mi casamiento, hoy se cumplen siete décadas desde aquel día. Tenía dieciocho años, pero cuando usted me vio por primera vez yo andaba por los cuarenta y su piropo diario alimentó mi maltratado ego. Me devolvió las ilusiones... Siempre quise agradecérselo.
El té se le atravesó en la garganta y lo ahogó. No podía hablar, tosió y se desesperó. La mujer se levantó y comenzó a golpearle la espalda suavemente como si fuera un niño. Con la otra mano le tomaba la frente para sostenerlo. Cuando se calmó, sintió la proximidad de ella y su mano fría que seguía apoyada en su rostro. Aunque la tos se había calmado, las lágrimas no cesaban de rodar por su cara, incontenibles. Ella se agachó para verlo mejor y él, sin querer divisó en su escote las masas informes que le colgaban del torso arrugado. Cerró los ojos con fuerza. Algo le dolió en todo el cuerpo. Las preguntas se le amontonaban en la cabeza y no lograba hacer llegar ninguna al embudo de su boca. Ella siguió hablando.
-Me alegro que no le haya sucedido nada. Cuando supe que uno de esos aparatos se estrelló cerca de aquí me preocupé, luego no supe mas de usted, pero como no podía compartir mi secreto con nadie, al no hablar de ello lo fui dejando en el pasado y viví mi vida. Mejor, debo decirlo, gracias a usted.
Se levantó de la silla y le dijo que debía irse. Quería ordenar sus pensamientos, aunque en realidad deseaba huir de allí. Ella lo acompañó hasta la puerta, se abrazaron muy fuerte sin poder contener la emoción y cuando el pisó el umbral ella se apuró a cerrar con todos los cerrojos.
Una vez en la vereda, divisó sobre la autopista una gran columna de humo. Avanzó un par de cuadras hacia allí y vio en el asfalto los restos de un helicóptero incendiándose.
Marzo 2009...
Intentaré darme a conocer mediante mis cuentos, los que he escrito, los que escribirè si las musas acuden a mi casa...
Bienvenido a quien quiera que seas... espero sepas disculpar mi ignorancia en estas lides y seas piadoso con tus comentarios a mis escritos.
Me interesa la crítica, deploro la lisonja, pero sufro con la verborràgica violencia que pulula en la red.
Soy Marta K. desconozco este terreno y aprendo día a día. Acepto tu consejo y enseñanzas, sobre todo los relacionados con el uso de mi blog y con las letras.
Escribo un camino... se quien me ayude a redactarlo!
Bienvenido a quien quiera que seas... espero sepas disculpar mi ignorancia en estas lides y seas piadoso con tus comentarios a mis escritos.
Me interesa la crítica, deploro la lisonja, pero sufro con la verborràgica violencia que pulula en la red.
Soy Marta K. desconozco este terreno y aprendo día a día. Acepto tu consejo y enseñanzas, sobre todo los relacionados con el uso de mi blog y con las letras.
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