Quizás fueron los relámpagos. No sé. La noche cargada de electricidad debió poner mi cerebro a trabajar.
Ni bien me animé a abrir los ojos y levantarme, me golpeé, desvaneciéndome por unos instantes. Al rato, aunque parecieron años, lo volví a intentar. Logré abrir. Salí. Encontré una puerta cerrada. Me faltaba el aire. ¿Cuánto tiempo habría pasado? Estaba muy débil. Un nuevo desmayo me sorprendió y, al despertar, creí que, en efecto, habrían pasado décadas. Se abrió otra puerta.
Y fui libre.
No vi una sola persona. El aire helado me bañaba toda. Anduve despacio, aunque lo más rápido que podía. Las callecitas angostas y la oscuridad tan densa de una noche sin luna no me decían nada. No conseguía saber dónde estaba, pero seguía caminando.
A lo lejos apareció una luz perdida. Decididamente la ciudad estaba desierta. ¿Quién podría saber qué hora era? Me congelaba, vestida únicamente con una tonta bata blanca de hospital.
Estaba llegando al lugar de donde el resplandor provenía. Faltándome unos metros, me torcí el pie derecho. Me agaché dolorida. Mi piel era un desastre. Costras amarronadas se desprendían al tocar el tobillo Decidí no empeorar la situación. Caminando, el calor de los músculos calmaría la sensación de desgarro.
Lentamente, logré llegar a una casilla de vigilancia. Un hombre muy viejo dormía rodeado de botellas vacías. Lo sacudí hasta cansarme, pero no pude despertarlo. Lo único que me sirvió, fue el manojo de llaves y el almanaque adherido a la pared de madera. Era el año mil novecientos noventa y ocho. Yo recordaba hasta el setenta y dos. ¡Qué cosa más extraña! El lugar no parecía un sanatorio. Más bien se asemejaba a una casa de reposo. Seguramente lo sería. No veía casi nada, pero había mucho parque. Más adelante, apareció ante mí un portón de hierro.
Abriéndolo, salí desaforada.
Algunos autos pasaban por la avenida arbolada. Empecé a recorrerla. Un perro comenzó a ladrar ¿Quizás me habrían operado allí? ¿Se mantenía el olor desagradable a productos químicos? Enloquecido, el pequeño can llegó a colgarse desesperado de mi bata. Agachándome, quise levantarlo. Lo espanté. No sé cómo, pero se fue huyendo. Llorando. Con la cola entre las patas. ¡Vaya uno a saber! Seguí caminando. Al darme vuelta, vi el cartel de la calle. ¡Qué cerca estaba de casa! Apuré el paso hasta la extenuación. No reconocía nada. Salvo por la numeración, el barrio no era el mismo.
Hasta que, al fin, llegué.
Mi casa, no había cambiado. Parecía abandonada. Era de noche. Quizás no fuese para tanto. Golpeé. Pensé en lo felices que se pondrían todos. Ojalá ya tuviera nietos. Volví a golpear la puerta. Nada. Entré. No había nadie. Hacía años que no había nadie. Por lo menos alguien que hubiera limpiado. Varios inviernos habían depositado un velo grisáceo sobre los muebles. Las carpetitas tejidas al crochet estaban endurecidas debajo de los portarretratos. Un ángulo de la mesa del living permanecía poblado de imágenes amarillentas de una vida bien vivida. Los dos juntos en la playa. Otra, con una de las nenas. Una, más allá, de las dos muy chicas. Tal cual las dejé. Tendría que actualizarlas urgentemente. Eran del año en que ... En aquel momento recordé todo. Debería haber regresado al lugar de donde venía. Para què volver? Y menos en este estado… Pero algo no andaba bien. En vez de caminar hacia afuera, me interné un poco más en la casa.
Llegué a la habitación grande. La que miraba al jardín.
La nuestra.
En esa cama testigo de tanta vida, dormía un anciano. Me sobresalté. Su rostro apergaminado se iluminaba apenas por un televisor encendido a los pies de la cama. Antes de que pudiera pensar cualquier cosa, se despertó. Achicando los ojos, que seguían siendo enormes, preguntó quién era yo. Prendiendo entonces la luz rojiza de su mesa de noche, logró verme.
—Te estaba esperando —suspiró.
Como al descuido, quise acomodar mi cabello. Un gran mechón endurecido cayó al suelo. Lo miré sin entender del todo. Acercándome, tomó mis manos y me hizo sentar a su lado. Miraba con los ojos muy abiertos. Como antes. Y sólo por ese azul en el que había buceado tanto, lo reconocí. Su voz no era la misma. Tampoco su piel. El cuerpo era una ruina. Larguísimo. Extremadamente flaco. Observé sus manos de huesos anudados sosteniendo a las mías, muy frías. Con cada caricia su contacto tibio me quebraba, hacía polvo mi carne seca. Di una vuelta a la cabeza acongojada y, cuando el espejo de la cómoda me vio, deseé huir. Quise quitar mis manos de entre las suyas pero no me lo permitió. Le pregunté si no me tenía miedo... No contestó.
—¿Para qué habré vuelto? —me repetí.
Mientras nadábamos cada uno en los ojos del otro, vi que mi imagen reflejada en el inmenso mar de los suyos era la de aquella chiquilina que él había amado tanto.
Entonces supe para qué había vuelto.
Y decidí quedarme con él.
O, mejor dicho, me lo llevé conmigo.
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