jueves, 28 de mayo de 2009

"El Sabio"

Sentado a la manera del Buda, “el sabio”, como lo llamaban todos en su barrio, observaba con una sonrisa en los labios el crecimiento de jóvenes brotes en su huerta. Mientras, la perra Layla jugaba a su alrededor y él parecía no notarlo, absorto en sus pensamientos. Algún libro dormía sobre sus piernas, como siempre.

Layla era un animal hermoso, de raza. Dobermann, según decían sus documentos. De buen carácter, inteligente, vivaz, como las anteriores. Desde hacía décadas, el viejo realizaba el mismo acto. Cuando el paso del tiempo quebraba las defensas de la perra de turno, no esperaba a que sufriera. La llevaba al veterinario que vivía frente a su casa. Ahora Layla y el anciano se despedían con besos mojados y abrazos de esos que dejan huellas en la ropa. Al pobre doctor le tocaba la amarga tarea de mandarla al otro reino. Cumplida la misión, envolvía al animal como un regalo y lo devolvía al viejo. Cuando el sabio lo tenía bien asido con ambos brazos, el médico soltaba el paquete y sobre él un listado de criaderos especializados en la raza, con nombres y direcciones. El viejo volvía a su casa con el corazón maltrecho y el bulto inmenso en los miembros tensos y doloridos. Cruzaba lentamente la calle que lo separaba de la casa del médico. Sin soltar su tesoro inerte pateaba el portón y entraba a su terreno, acompañado por la piadosa mirada del amigo. Inmediatamente apoyaba el cuerpo de la bestia en el lugar elegido, al lado de los otros rosales, los —raros ejemplares de las Laylas anteriores— tomaba la pala, cavaba el pozo, ponía dentro al animal y cubría el hoyo a la mitad. Luego, llamaba al vivero del peruano y le pedía el rosal más grande y exótico, el más caro de ser posible. El peruano venía rápido, porque no se vendía mucho en aquel momento, bajaba la planta de su camioneta y lo saludaba sacándose la gorra. Más tarde, el viejo ponía con cuidado el rosal y cubría con tierra el resto del pozo donde descansaría, a partir de ese momento, su perra Layla, la número cinco. Luego oraba de rodillas, a su compañera de la vida, se volvía, veía si el portón había quedado abierto, lo cerraba e inmediatamente se metía en la casa y comenzaba a estudiar el listado de criadores de perros que se humedecìa con el goteo inconfesable de marìtimas làgrimas seniles.

Al día siguiente, el veterinario lo observaba irse presuroso en su reliquia automovilística que jamás movía, salvo en estas ocasiones. También lo veía volver desilusionado durante varios días seguidos. Pero luego de intensas jornadas de recorrer, de buscar la hembra más parecida, tomando medidas, altura, peso, largo de patas, largo de hocico, comprobando conducta, capacidades y demás, conseguía su objetivo. Layla, la número seis, la perra de siempre, la que nunca se fuera de su lado volvía con el sabio.

Y los vecinos lo veían cuando entraba a la calle principal del barrio, sonriente, victorioso, saludando con la mano libre del volante, como si estuviera desfilando, despacito para que la nueva Layla reconozca el terreno. Y su amigo el doctor salía y se quitaba el barbijo para sonreírle con todos los dientes. Él devolvía saludo y sonrisa y le mostraba con gestos a su perra... Layla.

Y así comenzaba nuevamente su rutina, hacerse amigo del noble can que lo aceptaba de inmediato, volver a sus estados de pensamiento, a sus escritos y lectura, dejar poco a poco de lamentar la pérdida anterior, pero sin apuro, cicatrizando la herida con la saliva de Layla, la sexta.

Las dos estudiantes lo llamaron desde el portón, delicadamente, para no despertarlo violentamente de su ensueño. El sabio giró su cabeza de ralas crenchas blanquecinas y sonrió, con pocas piezas dentarias, pero con todo el brillo de sus ojos plateados. Las hizo pasar al jardín, se sentaron los tres sobre la gama de verdes secos del césped de invierno, lado a lado. Ellas lo tomaron de las manos durante unos momentos antes de emitir sonido. Él oprimía sus manos con fuerza e intercambiaban miradas cariñosas, como cada vez que se veían. Algún que otro vecino que al pasar veía la escena, sonreía, sin detenerse. Luego de unos minutos les preguntó qué hacían por ahí, bajando del alocado tren de sus vidas para visitarlo. Las jóvenes, apuradas por hablar, soltaron inconscientemente sus manos para poder expresarse, grande, y elocuentemente, con poco vocabulario y exceso de gestos. Explicaron que de camino a la facultad pensaron en conversar con él, en recibir su consejo, en hablar con él, su “referente” en la vida...

“El sabio” habló y habló. Las animó a seguir, a esforzarse. Visionario del futuro les predijo éxitos y algunos obstáculos. Las instó a no masificarse, a ser mentalmente independientes y espiritualmente libres. Les pidió que se sometieran al yugo del trabajo solamente lo necesario para ganarse la vida, pero jamás, entregar el alma. Les dijo que el trabajo era sólo un medio para llegar a la meta, a la vocación verdadera.

Las jóvenes lo saludaron con las manos y se fueron. Dejaron un paquete atestado de artículos de primera necesidad, ya que los viejos cobran míseras jubilaciones en la Argentina, y, por más sabio que fuera, o viejo que estuviera, o solo que se encontrara, jamás ningún gobierno se dignó a honrarlos como debieran. Y el viejo se quedó de nuevo con su alma, sonriendo incrédulo ante la hermosa sorpresa de la visita joven y admirativa, sintiendo aletear mariposas en su pecho, de muchacho por un momento, pero sabiéndose racionalmente arrumbado en la bolsa de los ancianos improductivos y, aún así, destellando como una piedra preciosa entre los cantos rodados.

“El sabio” nunca terminaba de acostumbrarse a estas apariciones que, de todos modos, eran muy frecuentes en su vida. No dejaba de sorprenderle esa veneración juvenil, pensaba sorbiendo su café negro y recargado. Anotaba en su libreta eterna estos hechos como hitos en su vida. Lo admiraban a él que había caminado en los pasillos de la Universidad de Buenos Aires tan sólo unos pocos años, y por una carrera que luego aborrecería y jamás acabaría. Recordó a aquellos abogados recién recibidos que fueron a despedirse de él antes de mudarse a la capital, a un estudio jurídico que habían montado en sociedad. Esos mismos, entre lágrimas y abrazos le dijeron que él era su “norte”. O a aquella mujer recién casada y enviudada, que, envuelta en halos neblinosos de tristeza y luego de varios días de charlar con él, se le acercó con un presente en las manos para decirle que él era su guía para comprender los avatares a los que la vida la había sometido”.

Siempre eran jóvenes inteligentes, estudiosos, llenos de futuro, aquellos que iban a escucharlo, los que se sentaban a su alrededor o le escribían para que los iluminara con su sabiduría. Con la sapiencia que ellos pensaban que él poseía…

Ese contacto con la vida de los otros le hacía sentirse útil. Al menos de vez en cuando. A veces, por las noches, escuchando la respiración rítmica del animal pegado a sus pies, leía a los filósofos antiguos, pensaba y desarrollaba temas, sólo por si venían a verlo. Quería conservar la agilidad mental, tener la palabra precisa, el libro que citar bien ubicado en su inmensa biblioteca. Quería saber, siempre saber y jamás olvidar. Nunca le regalaría nada a la amenazante vejez, a pesar del trabajo artesanal que el tiempo realizaba para desarmarle el cuerpo en migajas.

Una tarde, mientras podaba los rosales, se acercó a su portón aquel joven médico que ese día empezaba su residencia en Buenos Aires. El que le hacía recordar tantas cosas de sí mismo... Le dijo que antes de comenzar esa tarea sintió la necesidad de una última conversación con él. Este se emocionó, lo abrazó y lo invitó a tomar unos mates juntos, como siempre hacían. El sabio comenzó perorando sobre los inmensos rosales, sus variedades e injertos, etcétera. El joven lo escuchaba paciente, sorbiendo los mates amargos, con la misma atención con que escucharía sus cátedras. Sonreía cada tanto, deslumbrado con las innumerables inquietudes de su viejo amigo, a veces afirmaba con la cabeza, o negaba ampulosamente moviendo a los lados la melena oscura de lacias mechas. Otras veces se distraía y acariciaba a la perra que se le acercaba pretendiendo robarle algún beso.

Luego de un par de horas y cuando el sol dejó de achinarle los ojos verdosos, anunció que era hora de irse. Se abrazaron nuevamente. El viejo sintió en su mejilla una lágrima del muchacho, o suya, no sabía. Luego, tras verlo dar la vuelta a la esquina, miró hacia la vidriera del consultorio, saludó a su viejo amigo el doctor de animales y cerró el portón. Caminó con la cabeza gacha, pisando una por una las lajas riojanas que formaban un camino hasta el fondo y, ya en su casa, se sentó en su sillón y empezó a hurgar en su alma. Lo inquietaron esas lágrimas arcaicas que había derramado. Aquellas emociones viejas que habían vuelto ese día.

Recordó la partida de su esposa, aquella muerte inesperada. Aquellos dos bebés idénticos que se fueron tras la madre, aún antes de ver la vida. Incluso los otros niños que huyeron anteriormente, sin ver siquiera la luz del día. Pensó en aquello que no quería recordar. Pensó en el por qué de su vida, en la continuidad de la nada y en su vejez, en el trabajo del que fuera despedido, desvalorizado, humillado, en la vida que luego eligió, contemplativa, extraña a los ojos de los demás, sobreviviendo apenas como un asceta. Esos únicos lujos que se había permitido, que eran los rosales y las Laylas, a quienes su amada había querido tanto en su vida.

“El sabio” no pudo evitar esta vez pensar más de lo habitual o, más bien, hacerlo sobre sí mismo que era lo que él rara vez hacía. Observó el techo de vigas de madera, esos ambientes perfumados de pino verde que soñara llenos de hijos, del calor de su mujer y del aroma de las bandejas de inventados potajes con los que ella lo esperaba cada noche. Aquel gesto, risueño y pícaro, sosteniendo la comida frente a unos senos magníficos que hacía rebotar al ritmo de alguna melodía, mientras se acercaba ondulando con las volutas del humo oloroso frente a su cara. Ella... aún más apetecible que la cena, lo había instado al amor y lo había invitado al sexo. Se repuso de aquellos abortos y volvió más bella, más plena, con el placer más ardiente que él hubiera imaginado pudiera sentir una mujer..., para volver a llenarlo de proyectos y de anhelos.

“El sabio” se removió sobre la almohada empapada, soñaba. “Eres nuestro referente”, “eres nuestro norte” repetían en el sueño voces de niños, de madres y de hijos. Se revolvía en la cama y, cuando sus ojos mojados dibujaron unas líneas en su cara, vio una mujer enorme, como una estatua griega, vestida de blanco, riendo burlona y señalándolo con el dedo. Luego los abrió bien y dejó de verla. La pesadilla había acabado.

Se levantó dolorido. Abrió la puerta de su casa. Dejó salir a Layla hacia el jardìn y fue con ella hasta el portón. Lo abrió, cruzó la calle, la alzó y pasándola con dificultad por sobre la tranquera, la dejó caer dentro del terreno del veterinario al lado de su consultorio. El animal, obediente, no intentó ir tras él. Simplemente lloró e imploró en su idioma parada en dos patas y apoyada en la húmeda cerca. El sabio posó sus labios sobre la majestuosa cabeza del animal y volvió a transitar el desierto camino de vuelta a la casa. Pensaba en que la perra estaría bien con el galeno que tenía varios niños y lo pasaría bien el resto de su vida.

El médico, despertándose a causa de los llantos, salió y pudo descubrir a la perra. La helada nocturna le erizó los pelos de la nuca. Mirando hacia la casa del viejo, la notó demasiado oscura.
Habìa imaginado ese desenlace.
Tomó al animal del collar y, llevándola dentro de su casa, se recostó con ella en el sillón del comedor. La acarició y le habló palabras incoherentes en tono agradable, para calmarla y que los lamentos no despertasen a sus hijos.
Cuando el animal se durmió a su lado, rezó una oración por el alma de su amigo, “el Sabio”.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Conserva la misma lozanía y fresca literaria que antaño!Enhorabuena.
Miguel Ángel Yañez Polo

Anónimo dijo...

¡Conserva la misma lozanía y frescura literaria que antaño!Enhorabuena.
Miguel Ángel Yañez Polo (corrección)

Anónimo dijo...

¡Conserva la misma lozanía y frescura literaria que antaño!Enhorabuena.
Miguel Ángel Yañez Polo (corrección)

Marta dijo...

Gracias Polo, tuve al mejor maestro!!!!!!!!
que estès bien, te mando mil besos y seguì escribiendo y mandàme algo para poder disfrutar tus escritos yo primero!!!
gracias por tus palabras de aliento!!!!
Algùn dìa publicarè mis cuentitos en papel???? jajjajaj