viernes, 29 de mayo de 2009

Mi catarsis... El Sabio

Hay gente que escribe como catarsis, como una forma de liberaciòn de sentimientos, por lo general, del dolor o los sentimientos negativos. Yo creía que no lo hacìa... pero ayer, a la noche, releyendo un cuento de hace un par de años, me puse a corregirlo, agregar cosas y demàs, para traerlo "adecentado" al blog y me di cuenta de algo... hice catarsis con El Sabio.
El Sabio son mis miedos, al dolor de perder a un ser un querido, una mascota, a la vejez, a la soledad, al conocimiento que se acumula, desordenado y caòtico, y a que no pueda ser transmitido a nadie... a hijos, a nietos... En fin, es la suma de todos mis miedos, traducidos en un cuento sin ton ni son... simplemente, no se hacer poesìa, hago cuento, y por el placer de narrar, narro hasta mis miedos.
Enormes abrazos para todos y los dejo con El Sabio.

jueves, 28 de mayo de 2009

"El Sabio"

Sentado a la manera del Buda, “el sabio”, como lo llamaban todos en su barrio, observaba con una sonrisa en los labios el crecimiento de jóvenes brotes en su huerta. Mientras, la perra Layla jugaba a su alrededor y él parecía no notarlo, absorto en sus pensamientos. Algún libro dormía sobre sus piernas, como siempre.

Layla era un animal hermoso, de raza. Dobermann, según decían sus documentos. De buen carácter, inteligente, vivaz, como las anteriores. Desde hacía décadas, el viejo realizaba el mismo acto. Cuando el paso del tiempo quebraba las defensas de la perra de turno, no esperaba a que sufriera. La llevaba al veterinario que vivía frente a su casa. Ahora Layla y el anciano se despedían con besos mojados y abrazos de esos que dejan huellas en la ropa. Al pobre doctor le tocaba la amarga tarea de mandarla al otro reino. Cumplida la misión, envolvía al animal como un regalo y lo devolvía al viejo. Cuando el sabio lo tenía bien asido con ambos brazos, el médico soltaba el paquete y sobre él un listado de criaderos especializados en la raza, con nombres y direcciones. El viejo volvía a su casa con el corazón maltrecho y el bulto inmenso en los miembros tensos y doloridos. Cruzaba lentamente la calle que lo separaba de la casa del médico. Sin soltar su tesoro inerte pateaba el portón y entraba a su terreno, acompañado por la piadosa mirada del amigo. Inmediatamente apoyaba el cuerpo de la bestia en el lugar elegido, al lado de los otros rosales, los —raros ejemplares de las Laylas anteriores— tomaba la pala, cavaba el pozo, ponía dentro al animal y cubría el hoyo a la mitad. Luego, llamaba al vivero del peruano y le pedía el rosal más grande y exótico, el más caro de ser posible. El peruano venía rápido, porque no se vendía mucho en aquel momento, bajaba la planta de su camioneta y lo saludaba sacándose la gorra. Más tarde, el viejo ponía con cuidado el rosal y cubría con tierra el resto del pozo donde descansaría, a partir de ese momento, su perra Layla, la número cinco. Luego oraba de rodillas, a su compañera de la vida, se volvía, veía si el portón había quedado abierto, lo cerraba e inmediatamente se metía en la casa y comenzaba a estudiar el listado de criadores de perros que se humedecìa con el goteo inconfesable de marìtimas làgrimas seniles.

Al día siguiente, el veterinario lo observaba irse presuroso en su reliquia automovilística que jamás movía, salvo en estas ocasiones. También lo veía volver desilusionado durante varios días seguidos. Pero luego de intensas jornadas de recorrer, de buscar la hembra más parecida, tomando medidas, altura, peso, largo de patas, largo de hocico, comprobando conducta, capacidades y demás, conseguía su objetivo. Layla, la número seis, la perra de siempre, la que nunca se fuera de su lado volvía con el sabio.

Y los vecinos lo veían cuando entraba a la calle principal del barrio, sonriente, victorioso, saludando con la mano libre del volante, como si estuviera desfilando, despacito para que la nueva Layla reconozca el terreno. Y su amigo el doctor salía y se quitaba el barbijo para sonreírle con todos los dientes. Él devolvía saludo y sonrisa y le mostraba con gestos a su perra... Layla.

Y así comenzaba nuevamente su rutina, hacerse amigo del noble can que lo aceptaba de inmediato, volver a sus estados de pensamiento, a sus escritos y lectura, dejar poco a poco de lamentar la pérdida anterior, pero sin apuro, cicatrizando la herida con la saliva de Layla, la sexta.

Las dos estudiantes lo llamaron desde el portón, delicadamente, para no despertarlo violentamente de su ensueño. El sabio giró su cabeza de ralas crenchas blanquecinas y sonrió, con pocas piezas dentarias, pero con todo el brillo de sus ojos plateados. Las hizo pasar al jardín, se sentaron los tres sobre la gama de verdes secos del césped de invierno, lado a lado. Ellas lo tomaron de las manos durante unos momentos antes de emitir sonido. Él oprimía sus manos con fuerza e intercambiaban miradas cariñosas, como cada vez que se veían. Algún que otro vecino que al pasar veía la escena, sonreía, sin detenerse. Luego de unos minutos les preguntó qué hacían por ahí, bajando del alocado tren de sus vidas para visitarlo. Las jóvenes, apuradas por hablar, soltaron inconscientemente sus manos para poder expresarse, grande, y elocuentemente, con poco vocabulario y exceso de gestos. Explicaron que de camino a la facultad pensaron en conversar con él, en recibir su consejo, en hablar con él, su “referente” en la vida...

“El sabio” habló y habló. Las animó a seguir, a esforzarse. Visionario del futuro les predijo éxitos y algunos obstáculos. Las instó a no masificarse, a ser mentalmente independientes y espiritualmente libres. Les pidió que se sometieran al yugo del trabajo solamente lo necesario para ganarse la vida, pero jamás, entregar el alma. Les dijo que el trabajo era sólo un medio para llegar a la meta, a la vocación verdadera.

Las jóvenes lo saludaron con las manos y se fueron. Dejaron un paquete atestado de artículos de primera necesidad, ya que los viejos cobran míseras jubilaciones en la Argentina, y, por más sabio que fuera, o viejo que estuviera, o solo que se encontrara, jamás ningún gobierno se dignó a honrarlos como debieran. Y el viejo se quedó de nuevo con su alma, sonriendo incrédulo ante la hermosa sorpresa de la visita joven y admirativa, sintiendo aletear mariposas en su pecho, de muchacho por un momento, pero sabiéndose racionalmente arrumbado en la bolsa de los ancianos improductivos y, aún así, destellando como una piedra preciosa entre los cantos rodados.

“El sabio” nunca terminaba de acostumbrarse a estas apariciones que, de todos modos, eran muy frecuentes en su vida. No dejaba de sorprenderle esa veneración juvenil, pensaba sorbiendo su café negro y recargado. Anotaba en su libreta eterna estos hechos como hitos en su vida. Lo admiraban a él que había caminado en los pasillos de la Universidad de Buenos Aires tan sólo unos pocos años, y por una carrera que luego aborrecería y jamás acabaría. Recordó a aquellos abogados recién recibidos que fueron a despedirse de él antes de mudarse a la capital, a un estudio jurídico que habían montado en sociedad. Esos mismos, entre lágrimas y abrazos le dijeron que él era su “norte”. O a aquella mujer recién casada y enviudada, que, envuelta en halos neblinosos de tristeza y luego de varios días de charlar con él, se le acercó con un presente en las manos para decirle que él era su guía para comprender los avatares a los que la vida la había sometido”.

Siempre eran jóvenes inteligentes, estudiosos, llenos de futuro, aquellos que iban a escucharlo, los que se sentaban a su alrededor o le escribían para que los iluminara con su sabiduría. Con la sapiencia que ellos pensaban que él poseía…

Ese contacto con la vida de los otros le hacía sentirse útil. Al menos de vez en cuando. A veces, por las noches, escuchando la respiración rítmica del animal pegado a sus pies, leía a los filósofos antiguos, pensaba y desarrollaba temas, sólo por si venían a verlo. Quería conservar la agilidad mental, tener la palabra precisa, el libro que citar bien ubicado en su inmensa biblioteca. Quería saber, siempre saber y jamás olvidar. Nunca le regalaría nada a la amenazante vejez, a pesar del trabajo artesanal que el tiempo realizaba para desarmarle el cuerpo en migajas.

Una tarde, mientras podaba los rosales, se acercó a su portón aquel joven médico que ese día empezaba su residencia en Buenos Aires. El que le hacía recordar tantas cosas de sí mismo... Le dijo que antes de comenzar esa tarea sintió la necesidad de una última conversación con él. Este se emocionó, lo abrazó y lo invitó a tomar unos mates juntos, como siempre hacían. El sabio comenzó perorando sobre los inmensos rosales, sus variedades e injertos, etcétera. El joven lo escuchaba paciente, sorbiendo los mates amargos, con la misma atención con que escucharía sus cátedras. Sonreía cada tanto, deslumbrado con las innumerables inquietudes de su viejo amigo, a veces afirmaba con la cabeza, o negaba ampulosamente moviendo a los lados la melena oscura de lacias mechas. Otras veces se distraía y acariciaba a la perra que se le acercaba pretendiendo robarle algún beso.

Luego de un par de horas y cuando el sol dejó de achinarle los ojos verdosos, anunció que era hora de irse. Se abrazaron nuevamente. El viejo sintió en su mejilla una lágrima del muchacho, o suya, no sabía. Luego, tras verlo dar la vuelta a la esquina, miró hacia la vidriera del consultorio, saludó a su viejo amigo el doctor de animales y cerró el portón. Caminó con la cabeza gacha, pisando una por una las lajas riojanas que formaban un camino hasta el fondo y, ya en su casa, se sentó en su sillón y empezó a hurgar en su alma. Lo inquietaron esas lágrimas arcaicas que había derramado. Aquellas emociones viejas que habían vuelto ese día.

Recordó la partida de su esposa, aquella muerte inesperada. Aquellos dos bebés idénticos que se fueron tras la madre, aún antes de ver la vida. Incluso los otros niños que huyeron anteriormente, sin ver siquiera la luz del día. Pensó en aquello que no quería recordar. Pensó en el por qué de su vida, en la continuidad de la nada y en su vejez, en el trabajo del que fuera despedido, desvalorizado, humillado, en la vida que luego eligió, contemplativa, extraña a los ojos de los demás, sobreviviendo apenas como un asceta. Esos únicos lujos que se había permitido, que eran los rosales y las Laylas, a quienes su amada había querido tanto en su vida.

“El sabio” no pudo evitar esta vez pensar más de lo habitual o, más bien, hacerlo sobre sí mismo que era lo que él rara vez hacía. Observó el techo de vigas de madera, esos ambientes perfumados de pino verde que soñara llenos de hijos, del calor de su mujer y del aroma de las bandejas de inventados potajes con los que ella lo esperaba cada noche. Aquel gesto, risueño y pícaro, sosteniendo la comida frente a unos senos magníficos que hacía rebotar al ritmo de alguna melodía, mientras se acercaba ondulando con las volutas del humo oloroso frente a su cara. Ella... aún más apetecible que la cena, lo había instado al amor y lo había invitado al sexo. Se repuso de aquellos abortos y volvió más bella, más plena, con el placer más ardiente que él hubiera imaginado pudiera sentir una mujer..., para volver a llenarlo de proyectos y de anhelos.

“El sabio” se removió sobre la almohada empapada, soñaba. “Eres nuestro referente”, “eres nuestro norte” repetían en el sueño voces de niños, de madres y de hijos. Se revolvía en la cama y, cuando sus ojos mojados dibujaron unas líneas en su cara, vio una mujer enorme, como una estatua griega, vestida de blanco, riendo burlona y señalándolo con el dedo. Luego los abrió bien y dejó de verla. La pesadilla había acabado.

Se levantó dolorido. Abrió la puerta de su casa. Dejó salir a Layla hacia el jardìn y fue con ella hasta el portón. Lo abrió, cruzó la calle, la alzó y pasándola con dificultad por sobre la tranquera, la dejó caer dentro del terreno del veterinario al lado de su consultorio. El animal, obediente, no intentó ir tras él. Simplemente lloró e imploró en su idioma parada en dos patas y apoyada en la húmeda cerca. El sabio posó sus labios sobre la majestuosa cabeza del animal y volvió a transitar el desierto camino de vuelta a la casa. Pensaba en que la perra estaría bien con el galeno que tenía varios niños y lo pasaría bien el resto de su vida.

El médico, despertándose a causa de los llantos, salió y pudo descubrir a la perra. La helada nocturna le erizó los pelos de la nuca. Mirando hacia la casa del viejo, la notó demasiado oscura.
Habìa imaginado ese desenlace.
Tomó al animal del collar y, llevándola dentro de su casa, se recostó con ella en el sillón del comedor. La acarició y le habló palabras incoherentes en tono agradable, para calmarla y que los lamentos no despertasen a sus hijos.
Cuando el animal se durmió a su lado, rezó una oración por el alma de su amigo, “el Sabio”.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Luego de otro fracaso...

Luego de otro fracaso, a veces, recurro a la poesìa...
No es lo mìo, ya lo se, no lo hago bien ni lo pretendo. Quizà entienda, mal entienda, la poesìa como mi descarga. Un par de frases, unos versos, y luego, a seguir, enfrentando la vida, u ocultàndome por un rato, bajo la piedra, para luego volver a salir.
La comparto por ser parte de mis vivencias. A diferencia de los cuentos que son parte de mis fantasìas, mis lecturas y las historias que pueblan ese espacio onìrico de este mundo que es tan frondoso y que algunas personas tenemos la ocasiòn de "ver" e intentar contarlo para los demàs.
Si tengo un referente en la poesìa, si claro que lo tengo, la señora Juana de Ibarbourou, su poesìa descarnada me conmueve en lo màs profundo y en cuanto pueda les voy a poner algunos de sus versos para que disfruten de este arte de verdad.
Abrazos càlidos de dìa de lluvia para hoy... no todo està perdido, claro que no...

En el cementerio de Buenos Aires

Buscaba tu tumba.

Buscaba tus restos.

Lloraba en los secos pasillos. Descansaba en bancos marchitos. Olía en al aire tu aliento. Atisbaba en cada placa en la pared de los muertos. Sentía en cada nombre el martirio de la espera.

Fingía no escuchar sus lamentos.

Pretendía no ver, sus manos extendidas hacia mí.

Caminaba por las callejuelas inertes de la ciudad fantasma. Dejaba caer mi cabeza, el cabello oscurecía mi cara.

No te encontraba.

No te sentía.

"No nacido".

Vagaba por las bóvedas aristocráticas. Inclinaba mi andar el peso de las familias llamando. Mojaban mis mejillas lágrimas de padres perdidos, de hijos desencontrados.

Sentía el pesar de los dolores ajenos, de siglos lejanos.

De aquellos que sì habìan “sido”.

Vaciaba mi alma en la búsqueda de tu rostro desconocido.

Vagaba por un Cementerio de Buenos Aires.

Trataba de encontrar el lugar...

Intentaba dormir mi sueño, a tu lado.

martes, 5 de mayo de 2009

NARRAR LAS IMPRESIONES DE UN VIAJE...

Alguna vez leyendo un libro increìble, El Tempe Argentino, de 1942, de Marcos Sastre, me maravillé con la preciosa y florida descripciòn de lugares y experiencias sensoriales que hace del delta.
Quise emularlo, salvando las distancias, y a la vez, rendir homenaje a Quiroga, uno de los grandes maestros, que no se por que a veces omito mencionar pero no por eso admiro menos.
Aquì abajo les dejo una crònica de un viaje a la provincia de Misiones que hice allà por el 2002, y de la cual escribì una pequeña reseña.
Se que ésta, aun sin el suspenso o misterio de los cuentitos, quizà le agrade a un amigo que acabo de reencontrar sin haberlo perdido del todo nunca, y cuya mamà preparaba los mejores chipas del globo y las chocolatadas que el jamás se privaba de ayudarme a volcar!!!!
Abrazos para vos Toniiiiito y la hermosa familia que formaste!

MISIONES, DE HIERRO Y FUEGO...


De Horacio Quiroga
“No escribas bajo el imperio de la emoción.
Déjala morir y evócala luego.
Si entonces eres capaz de revivirla tal cual fue
has llegado en arte a la mitad del camino”.

Si Misiones hablara, lo haría con el trueno mudo de la selva. Seria un grito de auxilio, profundamente ahogado de verdor y humedad. El aullido clamaría en diversos tonos de musgo, ocres, amarillos y esos rojos hirientes de las orquídeas gigantes que lucen su monstruosa belleza entre el follaje anochecido.

Sí, así escuchaba la voz misionera cuando posé mis pies porteños en la ferrosa tierra de la dorada corona del litoral.

En aquellos días del año 2002 mi esposo cumplía con un trabajo en una planta fabril y yo, tomando una pequeña licencia en mi oscuro trabajo de correctora literaria, decidí ir a sentir el clamor de aquella tierra cargada de vida y de historia.

Al siguiente dìa, subí con mi soledad a un micro de larga distancia para llegar hasta la localidad de San Ignacio. Mi ignorancia me hizo tomar uno de los coches que no entraban al pueblo, con lo cual, al llegar a destino, bajé y me quede azorada mirando cómo el mòvil se alejaba bajo el iracundo fuego del mediodìa para dejarme, envuelta en una nube de tierra anaranjada frente al rostro colonial del poblado que dormìa, abrasado por la tórrida siesta.

Una vez dominado aquel primer minuto de incertidumbre, empecé a caminar hacia el somnoliento caserío. Detrás mío iban cayendo, una a una, las azarosas tardes otoñales de la Ciudad de Buenos Aires. Se iban desprendiendo de mi cerebro, ondulando con la brisa, postales urbanas de tránsito recargado, bocinas ululantes, transeúntes apurados ávidos de tragarse sus teléfonos celulares. Pero de pronto, y como un despertar de madrugada, reaccionè al escuchar aquel - ¿pa dónde la llevo doña? Con la doble ele bien remarcada del único chofer de la remiserìa, que sobrellevaba la hora dulce del descanso, mateando dentro de su auto colorado. Repentinamente, luego de la primera y angustiosa desolación, pasé a sentirme menos sola que en Florida y Córdoba a las cinco de la tarde, porque el hombre de frente interminable, ni bien subí al auto, me convidó un mate y chipas calientes chorreantes de queso campero y me condujo con una charla tranquila y amena, hacia mi destino de ese día.

Anduvimos lento, reptando suavemente monte adentro, por un camino que serpenteaba entre altos pastos secos hacia la humilde casa que albergó el genio creativo del escritor que cito al principio, el uruguayo Horacio Quiroga. De repente el chofer detuvo el auto y una pequeña oleada de terror urbano subiò desde mi vientre hacia todo el cuerpo en señal de alarma. El hombre bajò del automóvil y se adentrò entre aquellos matorrales grisàceos que parecìan exhalar efluvios de infusiones hechas con hierbas sospechosas y alientos de bestias desconocidas. Unos instantes despuès volviò con una pequeña planta con su raìz y su terroncito de tierra del que asomaban raicitas jóvenes. –Yerba mate, llèvela pa Buenos Aires –me dijo. Y claro, es que venìamos hablando del tema, y viendo pasar a nuestros costados, los tìmidos comienzos de algunas plantaciones yerbateras de la zona. Agradecì efusivamente, y èl habrà notado que los colores del verano incipiente volvìan a mi rostro.

Seguimos camino y en eso, apareciò la casita del cuidador del lugar històrico. El hombre del auto dijo que me esperaría, ya que si pretendía salir de esos parajes sorteando selva, no hubiera sido para mí, empresa venturosa. Volví a agradecer y bajè despacio sin despegar los ojos de aquel lugar impensable, donde ya podìa imaginar al escritor con sus fantasmas pululando alrededor.

Pero ahora faltaba el paso quizás más importante, lograr que el portero de la casita abriese la puerta. Cuando apareció, adiviné que su horario de trabajo incluía la siesta, como en todo el lugar, pero sin abandonar la posta laboral. Fue una guía meticulosa la explicación del jovencísimo estudiante, fresca como lección recién aprendida. Pícaro, contaba, como si hubiese sido invisible testigo, pequeñas domesticidades de la vida del hombre importante de la zona, de como consumía y construía leyendas en aquel sitio, de las cosas que hizo por aquel San Ignacio alejado del creciente desarrollo de la capital de la Argentina. Pude sentarme a la mesa de trabajo del escritor, pude acariciar su vieja máquina de escribir, ver la réplica de la primera casita de madera, construida para su primera esposa. La segunda, ya de ladrillos, para su vuelta a la provincia, en sus intentos de que su nueva pareja ame, como adoraba él, esa tierra exuberante que en aquellos años exhalaba tanta belleza como peligro, con el hàlito fogozo del viento ribereño. Pude recorrer cañaverales, y llegar, con el muchacho observándome cual a extraño animal de otro continente, hasta la piedra, su muda musa, donde el enjuto hacedor de palabras se sentaba, esperando ideas, a ver y escuchar al río bramando sus versos en días salvajes, o silencioso, desilusionado, arrastrando su cuerpo verde platinado, con los ojos bajos, como en aquella tarde de mi visita.

Volvimos sin hablar, los ojos del remisero me auscultaban el alma a travès del espejo retrovisor. El acarreaba una semisonrisa, una de esas muecas conocedoras de los espìritus sensibles y que hacen màs llevadero cualquier regreso, o cualquier despedida…


Pero a pesar de que lo que más quería hacer en Misiones fuera encontrar a Quiroga y lo hice, debo reconocer, como viajera, que esa provincia alberga maravillas naturales e históricas que nos dejan boquiabiertos por su inmensidad. Sobre todo a los porteños, acostumbrados a la ciudad oprimida por edificios, cemento, ruidos y asfalto.

Antes de llegar al pueblo, y bajo la mirada protectora del conductor, le pedí que virásemos el rumbo y que me dejase en las ruinas de San Ignacio y le expliqué que desde allí, partiría sola, caminando hasta la parada de ómnibus para volver a El Dorado. El hombre, me dio el último mate, un gran abrazo y se despidió hasta la próxima, previo pago de una suma irrisoria por tan extenso viaje. Honestidades de provincia, irreproducibles en Buenos Aires.

Cuando traspuse el primer portón, del cual se divisaba como una especie de laberinto pétreo, esperé paciente a que el guía apareciese. Cinco minutos después apareció el hombre bajo, oscuro, de lacio pelo negro y corpacho musculoso. Dijo, con orgullo manifiesto, ser un descendiente de los antiguos guaraníes que habitaran la misión. La llamada San Ignacio Minì, dirigida por los monjes de la compañía de Jesús, y fundada por los padres José Cataldino y Simón Maceta en el año 1610.

Los indios, como mi interlocutor llamara a sus antepasados, amaron a estos altos y barbados religiosos, fueron evangelizados, aprendieron artes, ciencias, juego y agricultura y sobre todo, aprendieron sobre la tolerancia. No todo fue fácil claro, siempre hubo rebeldes, o monjes con poca paciencia, pero este hombre me indicaba, con evidente placer, que en los enormes portales de la monumental fachada que aún se conserva en pie, había tallados a los lados, Ángeles magníficos, y unos tenían los evidentes rasgos europeos, los que tallaban los monjes escultores, y otros, tallados por los aborígenes educandos, tenían los rostros anchos y angulosos de los nativos de la zona. Esa es sólo una de las manifestaciones de la cultura jesuítica en San Ignacio, más hubo tantos otros aportes, y tantas preciosas historias para contar. Pero lo más increíble de todo, es que los monjes de esta orden fueron expulsados de las misiones en el año 1767 por la corona española. Claramente la intolerancia, no es algo propio de nuestro tiempo, ya vemos que hemos de remontarnos muy atrás para descubrir su presencia destructiva sobre la humanidad.

Como con toda la gente que iba conociendo en la provincia, con el guía de las ruinas, el paseo terminó en un apretón de manos, promesa de regreso y un abrazo, ya que la calidez del clima y la dulzura de los frutos de la zona, se contagia al carácter de la gente, aparentemente, y uno se va cargando con el correr de los días de una energía positiva que persiste en el corazòn, durante años, o al menos cada vez que uno hace memoria y revive los acontecimientos acaecidos en Misiones.


Sí, claro que fui a las Cataratas del Iguazú. ¿Quién no se ha mojado con el furor de sus aguas al visitar esta provincia? Es, y no hace falta que yo lo diga, una de las maravillas naturales más impresionantes del universo. Ese conjunto de saltos enloquecidos mezclando aguas argentinas y brasileñas en una locura intensa de estruendo y color, de animales y vegetales imposibles de enumerar. Es un paseo que no debe pasarse por alto y que hace brotar las làgrimas ante semejante manifestación del poder de la naturaleza ante la insignificancia humana.

Pero, en este, mi viaje personal, tan solo quise escuchar, la voz… la màs màgica e ìntima voz de Misiones.

sábado, 2 de mayo de 2009

Todo dicho sobre el amor???

Quién dijo que todo esté dicho sobre el amor...?
Un día el gran Somerset Maugham respondiendo a una crítica sobre un libro de cuentos suyos, y en honor a la misma, título una obra suya, "Lo mismo de siempre", frase que despectivamente usó el diario The Times, para referirse a su entonces "nueva" obra.
El escritor Marcelo Birmajer, en un ensayo sobre la literatura y el amor, bien menciona esta anécdota y muchas otras, y nos da piedra libre a los novatos para seguir, eternamente, hablando de amor.
Hay algo más lindo?
Les mando abrazos y besos y espero, les guste el cuentito que puse mas abajo. Tiene unos cuantos años y me encanta ponerlos así, anacrónicamente, para que me busquen y me encuentren, en letras mas jóvenes y mas viejas, pero todas mías. Tantas Martas, tantas... que algunas se quedan y pierden en el camino de mi vida... Pero los cuentos... los cuentos quedan y en todos, en cada uno, en algún rincón, aún en el mas oculto, el amor, siempre.

El Ultimo dìa del verano...

“Viernes, 20 de marzo de 1998”

“Aguas Verdes veinte kilómetros”, decía el cartel. El cansado rugido del motor de mi auto pareció insuflarle vida al hombrecito al costado del camino. Se puso de pie y me dirigió un gesto con el dedo pulgar de su mano derecha. Pasé a poca velocidad y no pude evitar observarlo. El joven al ver que me alejaba, se agachó, mimetizándose con los dorados ocres de los cultivos que tenía a sus espaldas. Desapareció. El espejo retrovisor se limitó a mostrarme la otra cara del cartel que no me decía nada.

Casi llegando a mi destino, me dieron ganas de volver a buscarlo. Suponía que, como yo, iría al pequeño pueblo balneario. Después de todo, quizás no tendría que pasar unas vacaciones tan sola en la playa. De nuevo en la ruta, llegando al lugar y en la mano contraria, divisé el auto en llamas. La trompa estaba metida en una canaleta seca y, la cola, apuntaba al cielo. Era una antorcha gigante. El cartel ahora permanecía tumbado, besando el suelo. Detuve mi coche en la banquina. Bajé y crucé la cinta desierta. En unos minutos el fuego fue debilitándose. Sólo quedaron cenizas entre los hierros retorcidos. Del muchacho, ni la sombra. De los ocupantes del auto, menos. No muy lejos, sobre el pasto, alcancé a ver una mochila verde. Nada más. Se me hizo un nudo en el pecho. A mis pies, sobre el asfalto, encontré un pequeño álbum de fotografías, de esos que se regalan en las casas de revelado. No se por qué lo metí en mi bolsillo y fui a buscar un puesto de policía.

Amanecía el sábado en Aguas Verdes. Al abrir los ojos lo primero que divisé fue el mar. Oí su arrullo triste y volví a dormirme. Cuando finalmente me desperté, sentí la caricia del sol metiéndose con sus calientes manos bajo las mantas de mi cama. Obligada a levantarme, fui a la playa. Seguro que el mar no me atraería. Finalizaba un verano muy poco cálido aunque el sol se deleitaba abrasándome. Seguramente no me dejaría dormir aquella noche. Me ardería la piel con su recuerdo.

Desparramada sobre la reposera, recordé el álbum de fotos. Lo busqué. Estaba en el bolsillo de la campera, doblada a mi lado. Lo abrí. En la única fotografía existente se hallaba, de espaldas, el mochilero que viera en la ruta. Supe que era él por su cabello rubio, largo, por el cuerpo espigado y la mochila verde. En un segundo plano, se distinguían veintiocho muchachos bañándose, saludando y gesticulando alegres en la orilla. A su derecha, se veía la misma escollera que tenía a mi lado en ese momento.

Al darla vuelta, pude leer en letra de niño “Egresados 97”y una larga lista de apelativos masculinos: Seba, Andy, Nahuel, Fachu, Gaby... Inquieta, regresé al departamento. No podía dejar de pensar en la triste suerte del chico del camino. Si lo hubiera levantado en aquel momento, habría tenido la oportunidad de conocerlo, de prolongar su vida. En los vacíos veintipico de años que llevo vividos, sin haber conocido el amor, quizás hubiese sido la respuesta, tan joven, tan puro. Posiblemente tampoco hubiere sido amado todavía.

Por la noche comí casi a oscuras. Desengañada. Hastiada de entregarme y ser burlada. Pensaba que era mejor estar así, sola. Decidí abandonar la búsqueda incesante llevada a cabo desde la escuela secundaria. Me propuse aprender a vivir conmigo misma, sin provocar relaciones que terminaran en escandaletes o escenas cómicas de oficina.

Salí a dar una vuelta. Encaré la calle principal, pero sólo eran tres cuadras de desolación. A esa altura del año yo era uno de los últimos turistas. Me fui a la playa. Casi cien metros separaban las dunas boscosas del mar. Empecé a caminar. La arena era, a esas horas oscuras, como un polvillo de perlas molidas que, al mirar hacia adelante sobre el agua, se convertía en un camino plateado hacia la luna. En estos pensamientos andaba abstraída, cuando lo vi. Era el chico, el mismo de la ruta. Chapoteaba y reía en la orilla intentando correr hacia mí. La mochila siempre colgaba de sus hombros y unos viejos borceguíes se bamboleaban sobre su torso pálido. Cuando llegó a mi lado, sacó del bolsillo de sus vaqueros un ramo de violetas medio marchitas y me lo entregó.

—Para vos —dijo—, me llamo Pablo Marino. Soy el mochilero, te acordás?

—No puedo creerlo —le respondí—. ¡Qué alegría que te salvaste! Pensé que te habrían arrollado. Volví a buscarte y vi lo que pasó... ¿Cómo hiciste? ¿Estás bien? Discúlpame, me llamo Mariana.

Para él yo debía ser una heroína. Tenía mi propio auto, aunque el modelo era anterior al año de mi nacimiento. Era independiente y desprejuiciada. Perfecta por no tener acné y, completamente feliz, por vivir sola (muy a mi pesar) y por ganarme un sueldo (aunque miserable). Me admiraba realmente, cosa que a nadie en mi entorno le hubiera ocurrido. Toda mi vida lo sorprendía y le parecía una aventura increíble.

Su inocencia le hizo jurarme amor eterno. Y le creí.

Tuve que llamar al trabajo, para pedir otra semana de licencia…
Pero llegado el momento, no pude alargar más mis vacaciones y hube de emprender el regreso. Quise obligarlo a volver conmigo, pero él insistía en quedarse para comprar no se qué cosas en San Bernardo. Insistí. Discutimos. Pero al final decidió permanecer allí, y ya no se lo pedí más. La despedida fue un revoltijo de lágrimas, besos, más lágrimas y más besos, como si nunca volviéramos a vernos.

—Cuando llegue te llamo, Mariana —me dijo con su boca arqueada en una semisonrisa, pero con los ojos atardecidos de verdes.

—No, cuando llegues junta tus cosas más necesarias y venite a vivir conmigo urgente. Yo hablo con tus viejos, no tengas miedo.


***

“Domingo, 5 de abril de 1998”

Llegué a Buenos Aires agotada y con una tormenta de dudas en la cabeza. Mecánicamente, pateé la pila de diarios abarrotada en mi puerta, metí la llave y abrí. Mi departamento alquilado me pareció descolorido y vacío. Imaginé su figura en el espejo del hall. Las manos suaves de largos dedos golpeando a la puerta. Y finalmente, mi emoción al recibirlo junto al sol y el aroma de mar que traería consigo.

Preparé café y me dispuse a ojear el diario del sábado siguiente a mi partida, el primero de la torre gris sobre la mesa. Pasaba las páginas sin leer una línea. Sólo pensando en Pablo, el líquido caliente me devolvía de cuando en cuando al presente. En uno de esos retornos, leí el pequeño título con letras oscuras y aquella breve nota:

“Sábado 21 de marzo, de 1998”
Viernes trágico en ruta 11. Tres muertos.
“A veinte kilómetros del balneario Aguas Verdes, un automóvil cayó ayer descontrolado sobre una cuneta. El violento golpe desencadenó el incendio, muriendo carbonizados sus dos ocupantes. Se trataba de un matrimonio de ancianos, Carlos y Ana García, que iba en viaje de vacaciones. Aparentemente, quisieron detenerse a levantar a un adolescente mochilero, que fue identificado como Pablo Marino, pero el vehículo no logró disminuir la velocidad y lo arrolló. El joven, de dieciocho años, murió en el acto. Su cuerpo fue alcanzado también por las llamas.”