martes, 5 de mayo de 2009

MISIONES, DE HIERRO Y FUEGO...


De Horacio Quiroga
“No escribas bajo el imperio de la emoción.
Déjala morir y evócala luego.
Si entonces eres capaz de revivirla tal cual fue
has llegado en arte a la mitad del camino”.

Si Misiones hablara, lo haría con el trueno mudo de la selva. Seria un grito de auxilio, profundamente ahogado de verdor y humedad. El aullido clamaría en diversos tonos de musgo, ocres, amarillos y esos rojos hirientes de las orquídeas gigantes que lucen su monstruosa belleza entre el follaje anochecido.

Sí, así escuchaba la voz misionera cuando posé mis pies porteños en la ferrosa tierra de la dorada corona del litoral.

En aquellos días del año 2002 mi esposo cumplía con un trabajo en una planta fabril y yo, tomando una pequeña licencia en mi oscuro trabajo de correctora literaria, decidí ir a sentir el clamor de aquella tierra cargada de vida y de historia.

Al siguiente dìa, subí con mi soledad a un micro de larga distancia para llegar hasta la localidad de San Ignacio. Mi ignorancia me hizo tomar uno de los coches que no entraban al pueblo, con lo cual, al llegar a destino, bajé y me quede azorada mirando cómo el mòvil se alejaba bajo el iracundo fuego del mediodìa para dejarme, envuelta en una nube de tierra anaranjada frente al rostro colonial del poblado que dormìa, abrasado por la tórrida siesta.

Una vez dominado aquel primer minuto de incertidumbre, empecé a caminar hacia el somnoliento caserío. Detrás mío iban cayendo, una a una, las azarosas tardes otoñales de la Ciudad de Buenos Aires. Se iban desprendiendo de mi cerebro, ondulando con la brisa, postales urbanas de tránsito recargado, bocinas ululantes, transeúntes apurados ávidos de tragarse sus teléfonos celulares. Pero de pronto, y como un despertar de madrugada, reaccionè al escuchar aquel - ¿pa dónde la llevo doña? Con la doble ele bien remarcada del único chofer de la remiserìa, que sobrellevaba la hora dulce del descanso, mateando dentro de su auto colorado. Repentinamente, luego de la primera y angustiosa desolación, pasé a sentirme menos sola que en Florida y Córdoba a las cinco de la tarde, porque el hombre de frente interminable, ni bien subí al auto, me convidó un mate y chipas calientes chorreantes de queso campero y me condujo con una charla tranquila y amena, hacia mi destino de ese día.

Anduvimos lento, reptando suavemente monte adentro, por un camino que serpenteaba entre altos pastos secos hacia la humilde casa que albergó el genio creativo del escritor que cito al principio, el uruguayo Horacio Quiroga. De repente el chofer detuvo el auto y una pequeña oleada de terror urbano subiò desde mi vientre hacia todo el cuerpo en señal de alarma. El hombre bajò del automóvil y se adentrò entre aquellos matorrales grisàceos que parecìan exhalar efluvios de infusiones hechas con hierbas sospechosas y alientos de bestias desconocidas. Unos instantes despuès volviò con una pequeña planta con su raìz y su terroncito de tierra del que asomaban raicitas jóvenes. –Yerba mate, llèvela pa Buenos Aires –me dijo. Y claro, es que venìamos hablando del tema, y viendo pasar a nuestros costados, los tìmidos comienzos de algunas plantaciones yerbateras de la zona. Agradecì efusivamente, y èl habrà notado que los colores del verano incipiente volvìan a mi rostro.

Seguimos camino y en eso, apareciò la casita del cuidador del lugar històrico. El hombre del auto dijo que me esperaría, ya que si pretendía salir de esos parajes sorteando selva, no hubiera sido para mí, empresa venturosa. Volví a agradecer y bajè despacio sin despegar los ojos de aquel lugar impensable, donde ya podìa imaginar al escritor con sus fantasmas pululando alrededor.

Pero ahora faltaba el paso quizás más importante, lograr que el portero de la casita abriese la puerta. Cuando apareció, adiviné que su horario de trabajo incluía la siesta, como en todo el lugar, pero sin abandonar la posta laboral. Fue una guía meticulosa la explicación del jovencísimo estudiante, fresca como lección recién aprendida. Pícaro, contaba, como si hubiese sido invisible testigo, pequeñas domesticidades de la vida del hombre importante de la zona, de como consumía y construía leyendas en aquel sitio, de las cosas que hizo por aquel San Ignacio alejado del creciente desarrollo de la capital de la Argentina. Pude sentarme a la mesa de trabajo del escritor, pude acariciar su vieja máquina de escribir, ver la réplica de la primera casita de madera, construida para su primera esposa. La segunda, ya de ladrillos, para su vuelta a la provincia, en sus intentos de que su nueva pareja ame, como adoraba él, esa tierra exuberante que en aquellos años exhalaba tanta belleza como peligro, con el hàlito fogozo del viento ribereño. Pude recorrer cañaverales, y llegar, con el muchacho observándome cual a extraño animal de otro continente, hasta la piedra, su muda musa, donde el enjuto hacedor de palabras se sentaba, esperando ideas, a ver y escuchar al río bramando sus versos en días salvajes, o silencioso, desilusionado, arrastrando su cuerpo verde platinado, con los ojos bajos, como en aquella tarde de mi visita.

Volvimos sin hablar, los ojos del remisero me auscultaban el alma a travès del espejo retrovisor. El acarreaba una semisonrisa, una de esas muecas conocedoras de los espìritus sensibles y que hacen màs llevadero cualquier regreso, o cualquier despedida…


Pero a pesar de que lo que más quería hacer en Misiones fuera encontrar a Quiroga y lo hice, debo reconocer, como viajera, que esa provincia alberga maravillas naturales e históricas que nos dejan boquiabiertos por su inmensidad. Sobre todo a los porteños, acostumbrados a la ciudad oprimida por edificios, cemento, ruidos y asfalto.

Antes de llegar al pueblo, y bajo la mirada protectora del conductor, le pedí que virásemos el rumbo y que me dejase en las ruinas de San Ignacio y le expliqué que desde allí, partiría sola, caminando hasta la parada de ómnibus para volver a El Dorado. El hombre, me dio el último mate, un gran abrazo y se despidió hasta la próxima, previo pago de una suma irrisoria por tan extenso viaje. Honestidades de provincia, irreproducibles en Buenos Aires.

Cuando traspuse el primer portón, del cual se divisaba como una especie de laberinto pétreo, esperé paciente a que el guía apareciese. Cinco minutos después apareció el hombre bajo, oscuro, de lacio pelo negro y corpacho musculoso. Dijo, con orgullo manifiesto, ser un descendiente de los antiguos guaraníes que habitaran la misión. La llamada San Ignacio Minì, dirigida por los monjes de la compañía de Jesús, y fundada por los padres José Cataldino y Simón Maceta en el año 1610.

Los indios, como mi interlocutor llamara a sus antepasados, amaron a estos altos y barbados religiosos, fueron evangelizados, aprendieron artes, ciencias, juego y agricultura y sobre todo, aprendieron sobre la tolerancia. No todo fue fácil claro, siempre hubo rebeldes, o monjes con poca paciencia, pero este hombre me indicaba, con evidente placer, que en los enormes portales de la monumental fachada que aún se conserva en pie, había tallados a los lados, Ángeles magníficos, y unos tenían los evidentes rasgos europeos, los que tallaban los monjes escultores, y otros, tallados por los aborígenes educandos, tenían los rostros anchos y angulosos de los nativos de la zona. Esa es sólo una de las manifestaciones de la cultura jesuítica en San Ignacio, más hubo tantos otros aportes, y tantas preciosas historias para contar. Pero lo más increíble de todo, es que los monjes de esta orden fueron expulsados de las misiones en el año 1767 por la corona española. Claramente la intolerancia, no es algo propio de nuestro tiempo, ya vemos que hemos de remontarnos muy atrás para descubrir su presencia destructiva sobre la humanidad.

Como con toda la gente que iba conociendo en la provincia, con el guía de las ruinas, el paseo terminó en un apretón de manos, promesa de regreso y un abrazo, ya que la calidez del clima y la dulzura de los frutos de la zona, se contagia al carácter de la gente, aparentemente, y uno se va cargando con el correr de los días de una energía positiva que persiste en el corazòn, durante años, o al menos cada vez que uno hace memoria y revive los acontecimientos acaecidos en Misiones.


Sí, claro que fui a las Cataratas del Iguazú. ¿Quién no se ha mojado con el furor de sus aguas al visitar esta provincia? Es, y no hace falta que yo lo diga, una de las maravillas naturales más impresionantes del universo. Ese conjunto de saltos enloquecidos mezclando aguas argentinas y brasileñas en una locura intensa de estruendo y color, de animales y vegetales imposibles de enumerar. Es un paseo que no debe pasarse por alto y que hace brotar las làgrimas ante semejante manifestación del poder de la naturaleza ante la insignificancia humana.

Pero, en este, mi viaje personal, tan solo quise escuchar, la voz… la màs màgica e ìntima voz de Misiones.

No hay comentarios: