viernes, 26 de junio de 2009

Sobre las casas y su historia...

Sobre los antiguos caserones de Buenos Aires, de Londres, de donde sea, se han escrito infinidad de historias.
Siempre es una inspiraciòn, una vieja y ruinosa casona en un dìa nublado y frìo... irresistible para la imaginaciòn frondosa y el morbo de una persona afecta a las letras.
Por estos dìas estoy leyendo, gracias a mi hermana Viviana, que me lo prestò, el libro titulado La Casa, de Manuel Mujica Lainez.
Es un libro magistral, para todo buen lector, donde la casona antigua de la calle Florida està habitada de fantasmas y de objetos dotados de una especie de vida propia que nos cuentan, entre todos, preponderando el monòlogo de la casa misma, como ser animado propiamente, toda la historia de la misma, de sus habitantes de carne y hueso, e incluso, de los acontecimientos històricos, de los que ellos, desde su lugar fijo en el mundo, son quizà testigos silenciosos. Hay amores, traiciones, locura, pecados capitales en todo su esplendor y la caìda de una clase aristocràtica de nobles intenciones para con la patria, en todo su detalle y la visiòn, particular, de "la casa".
La recomiendo hoy y siempre, es de esas obras maestras de la narraciòn y la descripciòn precursoras de la historia en la ficciòn narrativa, y Mujica Lainez, con la maestrìa de su destreza literaria, nos muestra el ocaso de nuestra vetusta aristocracia con melancolìa, originalidad y pasiòn.

La oscura obsesión del cuadro de Alberto

Oxidado y torcido, el cartel de venta de épocas pasadas, colgaba de una de las ventanas del frente.
Se animó a empujar el chirriante portón y a caminar a su alrededor, admirándola...
La casa se erigía orgullosa aunque abandonada casi en la mitad de un vasto terreno de frondosa vegetación..
A su alrededor, las tejas se dispersaban en el suelo, dejando al descubierto una pronunciada calvicie a dos aguas. Las paredes, descascarando un anticuado maquillaje, mostraban su cruda vejez a los transeúntes. Las palaciegas puertas de ébano estaban cubiertas por enredaderas, al igual que las hojas de las ventanas, que flameando en un baile frenético, desangraban en cada golpe a unas delicadas campanillas violetas.
Forzó la puerta y entró violentamente, al iluminarse la sala divisó una descomunal pintura, apoyada sobre un inmenso hogar de leños. Era un óleo auténtico, con una firma ilegible, fechado cincuenta años atrás. Una mujer morena de cuerpo entero, de rasgos aindiados, tumbada sobre un sofá, vestida con una fina enagua blanca cubierta de pétalos rojos, que dejaba ver claramente lo que las mujeres de su época ocultaban. Tenía una sonrisa leve y cínica, los ojos abismales y profundos, el cabello, exuberante, como toda ella, se desparramaba por el respaldo del sofá. Una de las manos descansaba sobre la transparencia de su bajo vientre, en una actitud provocativa y desconcertante.

Siempre había tenido los pies en la tierra ..., hasta que la vio.

En la inmobiliaria, contó que su único capital era un pequeño departamento que poco valía. Se sintió ridículo afirmando que su empleo no le permitía ahorrar ni un peso. Ruborizado mencionó su visita ilegal a la casona y su instantáneo enamoramiento de ella. Al hacer esta confesión, los agentes de ventas, cansados de no poder venderla, le dijeron que podían hacer una permuta. La casa por el departamento, a iguales valores. Incrédulo, desesperado por tenerla, temeroso de que se arrepintieran no se cuestionó nada, no hizo averiguaciones y al poco tiempo se encontró firmando papeles y mudando sus cosas a la majestuosa residencia.
Estela lo acompañaba casi todos los días, juntos limpiaban, sacaban trastos viejos, organizaban trabajos de albañilería. Intimamente, pensaba que este trabajo en común los acercaría como pareja y alimentaba ilusiones sobre un próximo matrimonio. Aunque llevaban tantos años de noviazgo y creía conocerlo profundamente, en esos días empezó a notar los primeros cambios en el carácter de Alberto.
Nunca quiso sacar el cuadro. Una tarde Estela lo arrojó a la basura junto a otras cosas inútiles. El se puso como loco, corrió hacia la calle maldiciendo, lo sacó con devoción de entre los escombros amontonados y lo regresó a su sitio privilegiado. Mas tarde, le dijo que volviera sola, que él se quedaría a terminar algo. Jamás había sido tan descortés con ella. Alberto era naturalmente protector y medido en sus reacciones.
Esa noche, alumbrado por la luz de las velas se recostó frente al cuadro, sobre unas gastadas cortinas de terciopelo amontonadas. Se quedó dormido. Y soñó. En el sueño, la fugitiva de Gaughin, se desembarazaba de su prisión de óleos y reptaba hacia él gimiendo como un animal en celo. Lo hacía su víctima, le prodigaba toda clase de placeres inconfesables dejándolo exhausto, pero ante su inminente despertar, volvía a huir hacia su rectángulo de juventud eterna.
Alberto vivía fascinado, esperando que el día se apagara para recibir cada día algo más, de aquella mujer de tela. La derruida mansión no lo abrumada en absoluto. De más está decir que rompió sin explicaciones su noviazgo con Estela.
Se volvió hosco, solitario, intolerable en el trabajo, siempre esperando la hora de irse para encerrarse en el oscuro caserón. Sentado frente al cuadro, bebía hasta embriagarse para dormir rápido y poder encontrarse con ella. Esperarla...,eso era ahora su vida. Lo despidieron de su empleo a causa de las resacas diarias, las violentas reacciones y su desinterés. Desde hacía varios meses, apenas comía, tampoco trabajaba en las refacciones, nada. Planeaba lento hacia una muerte segura.

Un vecino de Alberto ubicó a Estela y le dijo que sabía por qué el muchacho estaba en ese estado. Le contó que el último dueño del caserón, un anciano millonario, murió presa de la oscura obsesión del cuadro de Alberto.
La mujer de la pintura, se presentó un día en su mansión. Inmediatamente el viejo la amó, le suplicó que viviese con él, le dio todos los lujos y le mandó hacer el retrato para perpetuar su belleza. Pero el viejo estaba cada día más enfermo. Ella lo llevaba a límites impensados de placer, siempre al borde de la locura o de la muerte. Le proporcionaba drogas, hierbas afrodisíacas, desgastó su cuerpo y su corazón. En los años que vivieron juntos prisioneros en la casona, ella parecía ser cada día más bella y más joven. Y él, aunque decía ser inmensamente feliz, lucía cada vez más ruinoso y avejentado. Los hijos y herederos de su cuantiosa fortuna, la odiaban, por supuesto.
En una de sus agotadoras sesiones de amor, el anciano murió. En su testamento le dejaba todo, además de una extensa carta de agradecimiento por los años de felicidad compartidos. En la carta, también se disculpaba con sus hijos por haberlos desheredado, pero alegaba que su inmenso patrimonio no era monto suficiente para compensar a su amada. A los pocos días, los hijos, enfurecidos, violentaron la puerta y la mataron. Escondieron su cuerpo en alguna parte de la casa. Ella no tenía documentación alguna, ni familia en el país, …ellos se aseguraron de eso.

Estela lo miraba espantada, cuando consideró haber escuchado suficiente, corrió hacia la casona, miró por la ventana y los vio. En el cuadro, un sofá vacío... Sobre la alfombra frente al hogar, los dos desnudos, fundidos en un abrazo eterno. Los ríos que le inundaron la mirada, la cegaron por un instante y le impidieron distinguir en qué momento la mujer había huido hacia el cuadro, dejando al pobre hombre arrastrándose penosamente tras ella, tan delgado como un hilo.
Estela se arrojó a rescatar lo que quedaba de Alberto. Lo tomó en sus brazos. Los ríos, ahora desencauzados, vertían sus caudales sobre la cara del hombre, intentando que los lagos secos de él recuperasen sus espejos y ya no la mirasen así,... sin verla.

miércoles, 17 de junio de 2009

Hoy vuelvo a la ficciòn...

Por el placer de narrar, en este dìa tan hermoso de helado y pròximo invierno... hoy vuelvo a la ficciòn.
Hacer catarsis estuvo bueno, pero tiene un lìmite si lo que quiero es adentrarme en el mundo literario, y emular humildemente a los que han escrito y descrito personas y personajes. Ahì voy entonces, en busca de Ray Bradbury, de Poe, de imitar a los grandes en sus metafòricos mundos creados, en realidad màs para sì mismos, que para los otros. Màs para tratar de caber en algùn otro molde... o creando historias por el puro placer de contar, de narrar, del placer del bien decir... nada màs.
Ahora los dejo con El Funeral de la tìa Ardina y con El Usurero, que podrìan ser ficciòn, podrìan ser pura narraciòn, o simples ejercicios de embellecer cualquier relato, sin importar còmo terminan, què se quiso decir, o de què se trataba. Algo asì como comer una salchicha con purè, o un "grande german sausage" sobre colchòn de suaves papas de la huerta. Es lo mismo? es otra cosa? no se, sòlo se que seguramente en un buen restaurant, esto ùltimo tendría otro valor. Y yo... yo apuesto por el valor de las palabras, bien colocadas y bien usadas. Me encanta nuestro lenguaje, abusemos de nuestro bello castellano cada dìa, apostemos por él!!!

El usurero

El usurero rezaba de rodillas. La boca surcada de líneas perladas serpenteaba sibilantes plegarias antiguas. Sus ojos, dos peligrosos océanos traicioneros y abismales, se mantenían pétreos sobre una jovencísima virgen María de yeso que representaba, desde su pequeña capillita, a la Inmaculada Concepción.
Los habituales visitantes del templo, lo observaban anonadados.
-el prestamista orando en la iglesia? –se preguntaba uno
-estará arrepentido por lo de ayer, eso que el intendente quiso evitar y no pudo a causa de la ley establecida? – retrucaba inquisitivamente, el otro feligrés

La joven amamantaba a su hijo, el último de los seis, sentada en el primer banco del altar principal. Frente a ella, el colosal hijo de Dios colgaba de la cruz, desde hacía dos milenios. A los pies de Jesús descansaba, abierta, una caja de madera vacía. En el dorso de la tapa, para ser leído por los visitantes, había un cartel blanco, con letras de molde negras que decía:
“ Deposite aquí sus cartas de agradecimiento por las gracias recibidas ”

La mujer apoyó cuidadosamente al hijo dormido dentro del carrito, y, sorteando sus propios petates y valijas, se acercó a la caja a dejar el sobre rosado. Luego, volvió silenciosa a sentarse. Tomó al niño y se recostó a dormir allí mismo, pero con el chico en brazos. Ambos soñaron profundamente con otras épocas, y otra vida, en la que estaban protegidos y en su propio hogar. Soñaron con los brazos del hombre, muy parecido al Señor allí colgado, en cuyo abrazo paternal siempre cabían ambos.

Ninguno de los devotos, que la conocían desde niña, le dirigió la palabra. Se deslizaron fuera del lugar, deseándole lo mejor para sus adentros, silenciosamente, temerosos de verse obligados a ayudar a la viudita reciente.

El viejo prendero se levantó luego de cumplir la promesa de quinientas plegarias sobre las doloridas rodillas. Caminó artrítico y tambaleante hasta alcanzar la caja del altar. Abandonó en él un arrugado sobre de papel marrón.
Al darse la vuelta para retirarse, vio a las durmientes criaturas. Observó los húmedos círculos lechosos en la pechera del vestido transformado en andrajos. La miró unos momentos apreciando la belleza femenina del rostro de ángel. Pensaba en qué agradecería al Santísimo aquella desafortunada y desalojada mujer.
Tuvo ganas de abrir el pequeño envoltorio color rosa que ella había puesto. Debía calmar su curiosidad así como siempre lograba satisfacer sus apetitos. Sentíase siempre con derecho... y lo hizo.
Los añosos dedos amarillentos abrieron sigilosamente el suave papel.
La mujer abrió los ojos y vaciló. En un inmenso instante sintió el deseo de arrancar de las anudadas manos octogenarias el secreto que él estaba develando... pero no se movió.
El hombre en un giro repentino de su cabeza notó que ella había despertado y le lanzaba una mirada filosa. Ambos cruzaron las dagas vibrantes, apuñalándose desde el abismo de sus ojos. Estos momentos fueron décimas de segundos o eternidades. De pronto, el viejo arrugó con furia el sobre sedoso. Arrojándolo al suelo provocó la angustia de la joven que se levantó enseguida, con el niño en brazos, para retrucarle la actitud con palabras que no lograban fluir desde el centro del hondo seno. Abrió la boca temblorosa. El pequeño empezaba a llorar, quedamente. El hombre sufrió un vahído. Ella lo tomó del fláccido brazo para evitar que se desmorone. Lo acercó con cuidado al asiento donde descansaban sus miserables pertenencias. El, con la cabeza gacha, respiraba entrecortado. Ella sentada junto a él, aún sostenía su antebrazo sin siquiera notarlo. Ninguno habló. Apenas si respiraban. Nada se oía en la vieja iglesia que el usurero había visto construir. Sus anillos de oro y pedrería refulgían en sus dedos coronados por los rayos solares que filtraba el antiguo vitraux.
Sentados uno al lado del otro, y el niño en su silleta, parecían una extraña familia unida frente al altar oyendo una silenciosa misa fantasmal.


El día que el intendente del pueblo se acercó a la mansión del usurero, nadie respondía al llamado en la puerta principal. Imaginó que el viejo finalmente habría muerto en la silla de ruedas, la que usaba luego de la hemiplegía a la que había sobrevivido, según él, un raro día en que se sintió morir en la iglesia vacía. Se animó a traspasar el portón de hierro y atisbó del costado izquierdo para ver algo de los jardines traseros. Allí vio la escena que nunca hubiese imaginado. El anciano prendero sentado en la silla. El niño de la viuda en su falda, acariciando la barba hirsuta y la misma desafortunada, ahora vestida con tafetanes y encajes, sonriendo junto a él, sentada en la grama y alimentando a ambos con masas dulces, en la boca.
El funcionario se retiró, desconcertado, sin saber qué misterio habría obrado semejante espectáculo. Nunca se supo. Ni siquiera luego de la muerte del viejo, casi una década después. Las malas lenguas incluso dicen que el muchachito, se niega a hablar del tema, pero que sonríe tiernamente cuando recuerda al usurero. Pero en el pueblo sólo son burdos chismes los que circulan en torno a ellos, y, ninguno de los dos herederos, la joven y el niño, se molestó jamás en aclarar.

El funeral de la tìa Ardina

Desde el peculiar momento en que la conociera, comenzó a fantasear diferentes formas de acercarse a ella.
Sucedió durante el entierro de la tía Ardina, la solterona hermana de su madre. Personaje que había pasado sus últimos años recluida en una casa de reposo para ancianos. Una mansión antiquísima perteneciente a la Asociación de Actores Retirados que recibía una subvención directamente de los estudios Warner Brothers.

La rubia cinematográfica se paseaba nerviosa, restregando sus lánguidas manos. Alisaba el vestido oscuro, suspirando sonoramente mientras esperaba el momento del responso final.
Ernesto, observador voluntario, pensaba quién sería la blonda mujer, porque la tía sólo los tenía a ellos, los hijos y nietos de su hermana. No había tenido descendencia propia, y sus amistades, se encontraban todos postrados, en la misma casa de la que ella provenía. Todos ellos, longevos, tan sólo esperaban el momento de salir de allí para dirigirse, de nuevo, a la madre tierra.

Él la veía como a un brillante en medio de falsas perlas. Rara. Exótica. Diferente a cualquier persona que conociera. Aún así, nadie parecía reparar en el destello de su presencia. Ella se acercaba al ataúd a cada momento. Aparecían suaves hilillos de tinta oscura en las mejillas enceradas. Tomando su pañuelito de broderie blanco las aplastaba debajo del marco de las enormes gafas negras.
Ernesto, no hacía otra cosa que acariciar con la mirada celeste cada pliegue de su vestido, las delicadas líneas de sus piernas claras, la base de cada tacón de sus sandalias leves. Absorbía todo lo de ella, mareado, embelesado. Sin poder detenerse.

Luego de la breve oración que él no escuchó, comenzaron a bajar el féretro lentamente. La mujer se desencajaba, alargando una mano se despedía, jadeaba sollozando.
Ernesto quiso acercarse a consolarla. Era la mejor ocasión de estar junto a ella. Su madre lo interceptó y tomando su brazo apoyó la cabeza en su hombro.
Ante la congoja de su progenitora y siendo el último de los hijos que quedaba aún soltero y en la casa, se dedicó a acariciar su cara de sienes blanquecinas con amor y respeto infinitos. Aprovechó el momento para preguntar por la rubia, pero ella, ofuscada, le contestó que de qué rayos hablaba. Él, avergonzado, torciò la boca dedicándose a consolarla en silencio.

Esa noche dio mil vueltas en la cama, pensaba en el misterio de la mujer platinada. Por la mañana, decidido, fue al cementerio regional, a ver la tumba de la tía. Esperaba volver a ver a aquella fémina. Experimentar la visión de aquel diamante encendido entre lápidas empolvadas.

Caminaba las callejuelas del campo santo con las manos en los bolsillos. La brisa, cargada aún de rocío perlaba la piel de su cara. De pronto, al levantar el rostro amodorrado, la vio allí. Vestía el mismo atuendo de la jornada del funeral. La implacable luz del alba descubría esa incertidumbre que surge bajo cremas y polvos, transparentando la verdadera edad de una mujer, en su cara. En ese preciso momento de la vida en que se empieza a bajar de la cúspide.

Ernesto se animó a hablarle. Disparó palabras apresuradas. Inexperto, le lanzó vocablos enamorados, jóvenes, incautos, irreverentes, irresponsables. Ella, mientras tanto, se quitaba las gafas empañadas sin dejar de estudiarlo con sus inmensos ojos de vientos lejanos. Sintió por adelantado, esos dulces besos imposibles. Promesas de caricias inaccesibles, en cada verbo, en cada adjetivo y aún en cada suspiro que de la boca de el manaba.
De repente, adelantando hacia él su mano derecha, y con dos de sus dedos helados, cubrió sus masculinos labios púberes. Él, no tuvo más remedio que callar.
La blanca mujer, sonriendo amarguras en los atardeceres de su boca patinada, sólo atinó a decirle:

-Silencio, querido. Así no se le habla a su tía.
Cuando el joven atinò a abrir la boca, ella ya había desaparecido en la bruma matinal bajo su incrédula mirada.