jueves, 19 de marzo de 2009

El Juego del Tiempo

Frente al espejo del baño deslizó el peine por la negrura de su pelo y levantó sus pechos hacia el borde de la remera de finos breteles, para que se apreciara mejor su abundancia desde arriba. Resaltó su boca carnosa con un lápiz labial rojo que luego esfumó por sus mejillas y después dio una mirada general al resultado, arrugando la nariz por el olor ácido del que estaba impregnado el lugar. -Hombres..., pensó. Luego tomó el fuentón de plástico lleno de ropa mojada y subió las escaleras que la llevaban a la terraza.
-Tantos años de hacer lo mismo, recapacitó
-Algún día vendrá a conocerme personalmente, espero que sea antes de que cumpla los cincuenta…
Pero para eso faltaba todavía.
El ruido ensordecedor del helicóptero pobló el barrio lindero a la autopista. El aparato que venía patrullando el camino atestado de vehículos se alejó de la ruta unas cuadras, como venía haciéndolo todas las mañanas desde hacía varios años y descendió un poco sobre la casa, flotaba solo unos segundos sobre ella, arrojaba una rosa atada a una bolita de plomo y partía. En ese instante, el hombre de los binoculares la observaba tender la ropa y ella lo saludaba arrojando besos húmedos al aire.
Había comenzado ese juego, como quien saluda un tren al pasar, de aburrimiento, sin esperar ninguna respuesta. Cuarentona, dos hijos grandes, con un marido desganado que no encontraba atractiva ni a la reina del carnaval y un montón de ropa atrevida que ya no debería usar. Y el juego seguía por eso, porque no avanzaba mas de ahí, como si el tiempo no transcurriera. Y después del inocente encuentro, se cambiaba las prendas seductoras, volvía a la bata de toalla desteñida y continuaba sus quehaceres sin pensar más, con la esperanza arrumbada en el fondo del placard, hasta el día siguiente.
-Toco timbre o no? –se preguntò.
-Toco, total hace cinco años que vengo prometiéndole a mi vieja que si los treinta y cinco no me encontraban casado iba a venir a buscar a la mina de la terraza. No es ninguna pendeja, ya lo sé, pero está fuertísima y jamás me falló desde que la vi la primera vez.
Y tocó. Nadie abría, entonces insistió. Una y otra vez. De pronto, una voz de ave preguntó quien era. El contestó que era el tipo del helicóptero, el patrullero del tráfico. La puerta se abrió apenas y cuando quiso preguntar por la mujer de la terraza se dio cuenta de que no sabía ni su nombre e imaginó que, a menos que ella misma viniera a abrir, nunca lo recibirían en la casa. Pero inmediatamente, una anciana se asomó y lo tomó de la mano llevándolo hacia la cocina en donde le sirvió té con galletitas. Luego se sentó frente a él visiblemente emocionada.
Mientras tragaba el líquido tibio y juntaba fuerzas hilando las sílabas que iba a utilizar para sus preguntas, vio detrás de la cabeza gris de la vieja una foto de casamiento. Era “ella”, nunca la confundiría con nadie más, era tan especial.... El cabello como una diosa egipcia, los ojos transparentes y el busto tan erguido como desafiando a Darwin. Cuando pudo despegar los ojos del retrato quiso articular una palabra pero ella le ganó de mano.
-Ese fue el día de mi casamiento, hoy se cumplen siete décadas desde aquel día. Tenía dieciocho años, pero cuando usted me vio por primera vez yo andaba por los cuarenta y su piropo diario alimentó mi maltratado ego. Me devolvió las ilusiones... Siempre quise agradecérselo.
El té se le atravesó en la garganta y lo ahogó. No podía hablar, tosió y se desesperó. La mujer se levantó y comenzó a golpearle la espalda suavemente como si fuera un niño. Con la otra mano le tomaba la frente para sostenerlo. Cuando se calmó, sintió la proximidad de ella y su mano fría que seguía apoyada en su rostro. Aunque la tos se había calmado, las lágrimas no cesaban de rodar por su cara, incontenibles. Ella se agachó para verlo mejor y él, sin querer divisó en su escote las masas informes que le colgaban del torso arrugado. Cerró los ojos con fuerza. Algo le dolió en todo el cuerpo. Las preguntas se le amontonaban en la cabeza y no lograba hacer llegar ninguna al embudo de su boca. Ella siguió hablando.
-Me alegro que no le haya sucedido nada. Cuando supe que uno de esos aparatos se estrelló cerca de aquí me preocupé, luego no supe mas de usted, pero como no podía compartir mi secreto con nadie, al no hablar de ello lo fui dejando en el pasado y viví mi vida. Mejor, debo decirlo, gracias a usted.
Se levantó de la silla y le dijo que debía irse. Quería ordenar sus pensamientos, aunque en realidad deseaba huir de allí. Ella lo acompañó hasta la puerta, se abrazaron muy fuerte sin poder contener la emoción y cuando el pisó el umbral ella se apuró a cerrar con todos los cerrojos.
Una vez en la vereda, divisó sobre la autopista una gran columna de humo. Avanzó un par de cuadras hacia allí y vio en el asfalto los restos de un helicóptero incendiándose.

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