lunes, 30 de marzo de 2009

Sobre Delia y Alfredo...

Delia iba acomodando, una a una, las antiguas cartas de Alfredo.
Pasaba su mano moteada de círculos amarronados sobre los papeles de un sepia intenso, alisándolos.
Sonreía a las letras masculinas, empinadas y descoloridas. Besaba las curvas y rectas de su marchita caligrafía.

Tomaba cada sobre y lo apilaba a un lado. Hacía con las crepitantes hojas una montañita de viejas palabras enamoradas.
Un par de velas deformadas se consumían alumbrando la calidez del pecho de Delia.

Otros dos grandes cirios amarillentos, flameaban una última derrota, desde el fondo del salón.

Deslizó su centenaria mirada sobre el aletear de las llamas. Vagaba su mente, perdida entre renglones desbordantes de vitalidad y deseos de aquel hombre amado. Recortaba imágenes de una pareja de niños tomándose las manos bajo el pupitre en la escuela. Delicadas fotos desteñidas acomodábanse en el archivo de su memoria.
Una tras otra, rememorando tiempos eternos, momentos perdidos en un tiempo ya vivido. Momentos que guardaría, desde ahora y para siempre, celosamente, su Alfredo.

Una misiva arrugada, desde aquellos años de la guerra. Otra, de letra cuidada y puntillosa, desde la Universidad.
Otras, muchas, derramando promesas incumplidas.

Y aquellos dos cirios dorados, sacudiendo sus lenguas anaranjadas, atestiguaban inconscientes la presencia de esos otros rostros maduros, difusos, inertes, que la espiaban desde la ocre oscuridad.

Ella, seguía en el escritorio francés, acariciaba la pluma, los folios, las simples cosas de su amado. Nadie reparaba en la anciana mujer.

De pronto, oyó a sus espaldas, trajines apurados y percibió tenues luces que ayudaban a realizar su tarea a dos hombres jóvenes.

Se apuró en su quehacer. Estaba agitada. Se levantó, con dificultad, de la poltrona. En sus manos llevaba su paquetito ambarino, atado con la cinta rosada y quebradiza de colegiala. La que él tanto besara... Se acercó al hombre que había amado tanto. Ante los ojos de todos, ignorándolos, lo besó en los labios y puso sobre sus manos de nieve, el tesoro de papel que de él conservara.

-Tenlo vos, mi vida, ya no tiene sentido que yo lo guarde. No es reproche, no, sólo que necesita mi alma dejarte, aunque sea tan tarde ya para mí –susurró en su oído apagado.

Los otros, se limitaron a observar la escena. Serios. Algo conmovidos, seguramente, aunque inexpresivos. Ella, sin esperar nada de él, giró sobre sí misma clavando la vista en los rojos cerámicos del suelo. Deslizándose como una sombra salió a la calle, dejándoles como recuerdo, el viento estival que se colara, subrepticiamente, al cerrarse la puerta tras de sí.

El par de inmensos cirios, con sus parpadeantes crestas de fuego, vieron partir, en el silencio de la abadía, el casto ataúd, del padre Alfredo.

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