jueves, 19 de marzo de 2009

Eva, el Amor y la Bestia...

¡Cuántas noches el mismo sueño!

La mano del hombre que arropa a la nena dormida. El cuerpo inmenso y oscuro que se inclina sobre ella y la abraza muy fuerte. Como todas las noches. Con la mano izquierda, oculta en la penumbra de la habitación, cambia el pequeño diente acurrucado bajo la almohada por un billete de dos cifras.

Suena el despertador. Una silueta delgada salta de la cama y tiene que arrancarle las cobijas para que se levante. Recrimina impuntualidad, irresponsabilidad y todos lo i… que se le ocurren. Así y todo le lleva el mate a la cama. Con tostadas. Eva no puede levantarse. Cuerpo y alma quieren permanecer juntos todavía en la cama. El cuerpo, lo manda al trabajo para dejar al alma vagabundeando por ahí como es su costumbre. No como su esposo, perfecto y estilizado, que moviliza su cuerpo porque el alma siempre queda en la oficina.

Mediodía en la ciudad. El supuesto horario del almuerzo.

—Pasará “la bestia”? —se pregunta Eva.

Tiene un nombre hermoso, pero no puede decirlo. Cuando piensa en él, usa ese apelativo. Es esa parte que más le gusta y más le duele. Desde un taxi destartalado, unos ojos profundos la llaman. En la puerta de la empresa ella está siempre lista. No es fácil conseguir algo de tiempo en la vida de “la bestia”. Entonces, llega siempre al trabajo como si la hora de comer de ese día fuera una fiesta. Para estar con “la bestia”. Lo mira. Lo besa, sin besarlo. Las miradas de Eva son como caricias y su entrega es como un penetrante rayo estrellado que parte la tierra. Eso es el sexo para Eva. ¿Por qué para ella nada es como debiera? Nada es lo mismo que para “la bestia”. Antes de hablarle recrimina cosas. Hechos del pasado que dejaron huellas. Lame culpas. Y se las pasa a él, que protesta. Pensándolo, antes de tomar su añorada mano, refriega dañina por su cara sus desvelos de varias madrugadas. Antes de acoplarse (que no amarse), él vuelve a explicar las mismas cosas con la paciencia y la seducción de un padre mientras Eva deja de verlo, y mira, otra vez, al negro macho de la manada que la protege como ella quiere. Como ella necesita. Y se deja ir, presa de ese arte hermoso que la envuelve y que él practica como nadie. De ese juego que le pone sal a su vida, dando y quitando, escondiendo y reapareciendo Eso es lo que la mantiene, la fugacidad de la felicidad, la emoción, el dolor, el reencuentro. Y el abandono.

Ya en casa, Eva, es una señora. Educada y cordial. Atiende a su marido devota. Desarrolla sus quehaceres inigualablemente. Ama con la frescura perfumada de un jazmín y es la dama que se refugia en el hogar para sus vecinos y familiares. Rápido y corto es el tiempo de dedicarse el uno al otro, con las cuentas, el dinero, las responsabilidades, los compromisos ineludibles. Eva tiene un recuerdo borroso de un muchachito de rulos dorados que la hacía transpirar de sólo tocarla, que respondía únicamente a sus instintos. Ahora, ese recuerdo le genera picazón en el estómago. Se parece al temblor que “la bestia” le provoca al introducirle la lengua en su boca hasta la garganta. Así, de repente. Sin anestesia. Eva achica los ojos de gata y agudiza la mirada. Aquel muchacho se transformó en su esposo, adulto, elegante, silencioso, de manos finas y delicadas que la acarician con suavidad de palomas blancas y piden permiso para tomar su cuerpo y beber su sangre todos los días.

No siente culpas. O cree no sentirlas. Sabe que se ha desdoblado en dos personas. La esposa seria y diligente y Eva, la otra, la que se entrega a los juegos infernales que “la bestia” propone y los que juntos crean para quemarse la piel y las entrañas en el infierno de su sed. Eva con él es “ella”. Fuego. Demanda. Exigencia. Descontrol. Sabe que mucho no dura la pasión, y que tampoco ha sido fácil sacar a esa otra de adentro de sí misma. Quisiera poder disfrutarla. Mientras no se encuentren las dos juntas en un mismo momento y en un mismo lugar, todo estará bien, piensa. El único problema es no saber cuál de las dos sobrevivirá cuando “la bestia” se haya ido…

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