miércoles, 17 de junio de 2009

El funeral de la tìa Ardina

Desde el peculiar momento en que la conociera, comenzó a fantasear diferentes formas de acercarse a ella.
Sucedió durante el entierro de la tía Ardina, la solterona hermana de su madre. Personaje que había pasado sus últimos años recluida en una casa de reposo para ancianos. Una mansión antiquísima perteneciente a la Asociación de Actores Retirados que recibía una subvención directamente de los estudios Warner Brothers.

La rubia cinematográfica se paseaba nerviosa, restregando sus lánguidas manos. Alisaba el vestido oscuro, suspirando sonoramente mientras esperaba el momento del responso final.
Ernesto, observador voluntario, pensaba quién sería la blonda mujer, porque la tía sólo los tenía a ellos, los hijos y nietos de su hermana. No había tenido descendencia propia, y sus amistades, se encontraban todos postrados, en la misma casa de la que ella provenía. Todos ellos, longevos, tan sólo esperaban el momento de salir de allí para dirigirse, de nuevo, a la madre tierra.

Él la veía como a un brillante en medio de falsas perlas. Rara. Exótica. Diferente a cualquier persona que conociera. Aún así, nadie parecía reparar en el destello de su presencia. Ella se acercaba al ataúd a cada momento. Aparecían suaves hilillos de tinta oscura en las mejillas enceradas. Tomando su pañuelito de broderie blanco las aplastaba debajo del marco de las enormes gafas negras.
Ernesto, no hacía otra cosa que acariciar con la mirada celeste cada pliegue de su vestido, las delicadas líneas de sus piernas claras, la base de cada tacón de sus sandalias leves. Absorbía todo lo de ella, mareado, embelesado. Sin poder detenerse.

Luego de la breve oración que él no escuchó, comenzaron a bajar el féretro lentamente. La mujer se desencajaba, alargando una mano se despedía, jadeaba sollozando.
Ernesto quiso acercarse a consolarla. Era la mejor ocasión de estar junto a ella. Su madre lo interceptó y tomando su brazo apoyó la cabeza en su hombro.
Ante la congoja de su progenitora y siendo el último de los hijos que quedaba aún soltero y en la casa, se dedicó a acariciar su cara de sienes blanquecinas con amor y respeto infinitos. Aprovechó el momento para preguntar por la rubia, pero ella, ofuscada, le contestó que de qué rayos hablaba. Él, avergonzado, torciò la boca dedicándose a consolarla en silencio.

Esa noche dio mil vueltas en la cama, pensaba en el misterio de la mujer platinada. Por la mañana, decidido, fue al cementerio regional, a ver la tumba de la tía. Esperaba volver a ver a aquella fémina. Experimentar la visión de aquel diamante encendido entre lápidas empolvadas.

Caminaba las callejuelas del campo santo con las manos en los bolsillos. La brisa, cargada aún de rocío perlaba la piel de su cara. De pronto, al levantar el rostro amodorrado, la vio allí. Vestía el mismo atuendo de la jornada del funeral. La implacable luz del alba descubría esa incertidumbre que surge bajo cremas y polvos, transparentando la verdadera edad de una mujer, en su cara. En ese preciso momento de la vida en que se empieza a bajar de la cúspide.

Ernesto se animó a hablarle. Disparó palabras apresuradas. Inexperto, le lanzó vocablos enamorados, jóvenes, incautos, irreverentes, irresponsables. Ella, mientras tanto, se quitaba las gafas empañadas sin dejar de estudiarlo con sus inmensos ojos de vientos lejanos. Sintió por adelantado, esos dulces besos imposibles. Promesas de caricias inaccesibles, en cada verbo, en cada adjetivo y aún en cada suspiro que de la boca de el manaba.
De repente, adelantando hacia él su mano derecha, y con dos de sus dedos helados, cubrió sus masculinos labios púberes. Él, no tuvo más remedio que callar.
La blanca mujer, sonriendo amarguras en los atardeceres de su boca patinada, sólo atinó a decirle:

-Silencio, querido. Así no se le habla a su tía.
Cuando el joven atinò a abrir la boca, ella ya había desaparecido en la bruma matinal bajo su incrédula mirada.

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