miércoles, 17 de junio de 2009

El usurero

El usurero rezaba de rodillas. La boca surcada de líneas perladas serpenteaba sibilantes plegarias antiguas. Sus ojos, dos peligrosos océanos traicioneros y abismales, se mantenían pétreos sobre una jovencísima virgen María de yeso que representaba, desde su pequeña capillita, a la Inmaculada Concepción.
Los habituales visitantes del templo, lo observaban anonadados.
-el prestamista orando en la iglesia? –se preguntaba uno
-estará arrepentido por lo de ayer, eso que el intendente quiso evitar y no pudo a causa de la ley establecida? – retrucaba inquisitivamente, el otro feligrés

La joven amamantaba a su hijo, el último de los seis, sentada en el primer banco del altar principal. Frente a ella, el colosal hijo de Dios colgaba de la cruz, desde hacía dos milenios. A los pies de Jesús descansaba, abierta, una caja de madera vacía. En el dorso de la tapa, para ser leído por los visitantes, había un cartel blanco, con letras de molde negras que decía:
“ Deposite aquí sus cartas de agradecimiento por las gracias recibidas ”

La mujer apoyó cuidadosamente al hijo dormido dentro del carrito, y, sorteando sus propios petates y valijas, se acercó a la caja a dejar el sobre rosado. Luego, volvió silenciosa a sentarse. Tomó al niño y se recostó a dormir allí mismo, pero con el chico en brazos. Ambos soñaron profundamente con otras épocas, y otra vida, en la que estaban protegidos y en su propio hogar. Soñaron con los brazos del hombre, muy parecido al Señor allí colgado, en cuyo abrazo paternal siempre cabían ambos.

Ninguno de los devotos, que la conocían desde niña, le dirigió la palabra. Se deslizaron fuera del lugar, deseándole lo mejor para sus adentros, silenciosamente, temerosos de verse obligados a ayudar a la viudita reciente.

El viejo prendero se levantó luego de cumplir la promesa de quinientas plegarias sobre las doloridas rodillas. Caminó artrítico y tambaleante hasta alcanzar la caja del altar. Abandonó en él un arrugado sobre de papel marrón.
Al darse la vuelta para retirarse, vio a las durmientes criaturas. Observó los húmedos círculos lechosos en la pechera del vestido transformado en andrajos. La miró unos momentos apreciando la belleza femenina del rostro de ángel. Pensaba en qué agradecería al Santísimo aquella desafortunada y desalojada mujer.
Tuvo ganas de abrir el pequeño envoltorio color rosa que ella había puesto. Debía calmar su curiosidad así como siempre lograba satisfacer sus apetitos. Sentíase siempre con derecho... y lo hizo.
Los añosos dedos amarillentos abrieron sigilosamente el suave papel.
La mujer abrió los ojos y vaciló. En un inmenso instante sintió el deseo de arrancar de las anudadas manos octogenarias el secreto que él estaba develando... pero no se movió.
El hombre en un giro repentino de su cabeza notó que ella había despertado y le lanzaba una mirada filosa. Ambos cruzaron las dagas vibrantes, apuñalándose desde el abismo de sus ojos. Estos momentos fueron décimas de segundos o eternidades. De pronto, el viejo arrugó con furia el sobre sedoso. Arrojándolo al suelo provocó la angustia de la joven que se levantó enseguida, con el niño en brazos, para retrucarle la actitud con palabras que no lograban fluir desde el centro del hondo seno. Abrió la boca temblorosa. El pequeño empezaba a llorar, quedamente. El hombre sufrió un vahído. Ella lo tomó del fláccido brazo para evitar que se desmorone. Lo acercó con cuidado al asiento donde descansaban sus miserables pertenencias. El, con la cabeza gacha, respiraba entrecortado. Ella sentada junto a él, aún sostenía su antebrazo sin siquiera notarlo. Ninguno habló. Apenas si respiraban. Nada se oía en la vieja iglesia que el usurero había visto construir. Sus anillos de oro y pedrería refulgían en sus dedos coronados por los rayos solares que filtraba el antiguo vitraux.
Sentados uno al lado del otro, y el niño en su silleta, parecían una extraña familia unida frente al altar oyendo una silenciosa misa fantasmal.


El día que el intendente del pueblo se acercó a la mansión del usurero, nadie respondía al llamado en la puerta principal. Imaginó que el viejo finalmente habría muerto en la silla de ruedas, la que usaba luego de la hemiplegía a la que había sobrevivido, según él, un raro día en que se sintió morir en la iglesia vacía. Se animó a traspasar el portón de hierro y atisbó del costado izquierdo para ver algo de los jardines traseros. Allí vio la escena que nunca hubiese imaginado. El anciano prendero sentado en la silla. El niño de la viuda en su falda, acariciando la barba hirsuta y la misma desafortunada, ahora vestida con tafetanes y encajes, sonriendo junto a él, sentada en la grama y alimentando a ambos con masas dulces, en la boca.
El funcionario se retiró, desconcertado, sin saber qué misterio habría obrado semejante espectáculo. Nunca se supo. Ni siquiera luego de la muerte del viejo, casi una década después. Las malas lenguas incluso dicen que el muchachito, se niega a hablar del tema, pero que sonríe tiernamente cuando recuerda al usurero. Pero en el pueblo sólo son burdos chismes los que circulan en torno a ellos, y, ninguno de los dos herederos, la joven y el niño, se molestó jamás en aclarar.

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