jueves, 19 de marzo de 2009

Sigila

Fue mientras caminaba tranquilo, disfrutando un tierno sol de otoño y luego de una visita a mi médico personal, cuando la vi.
Para la gente era sólo una estatuilla de cemento, ideada para adornar jardines, montada a un escaparate de aquella mediocre tiendecita de regalos, frente a la estación central.
Sigila – Esclavitas, se leía al pie del montículo redondeado que la sostenía. Representaba a una esclava de la época del imperio romano. A diferencia de las deidades que yo conocía, ésta llevaba el cabello suelto y enruladísimo, desparramado sobre la espalda hasta la cintura. El rostro femenil, acorazonado y muy sensual, más aún que la faz de una venus. Tenía esa expresión de la mujer que ha vivido su sexo, florecida, madura, con un leve tinte de angustia en su entrecejo. Algo que hacía adivinar el deseo de la libertad.
La esclava también llevaba brazaletes que estaban atados entre sí por gruesas cadenas, a sus espaldas. Tenía el cuerpo fornido combado hacia delante, como luchando por desasirse de sus ataduras. En los tobillos había cadenas que casi no se notaban, pero ahí estaban, impidiendo su huida.
La cautiva tenía por único atuendo un chal anudado a las caderas generosas. El manto llegaba hasta el suelo y dejaba a la vista una rolliza pierna desde el muslo hasta el piecito.
Los senos estaban en primer plano, adelantados, grandes y sexuales a ultranza. Magníficos, elevándose en su justa medida, en ese tiempo mujeril que ha abandonado la adolescencia y se instala algo más lejos de la juventud. En una madurez eternizada por los siglos, la cal y la arena que la plasmaban.
Sigila... detenida en aquella instancia, había sido perpetrada por un artista que, seguramente habría hecho miles como ella, con un único molde, para distribuirlas en el mercado de este tiempo. Globalizando el arte y la belleza de una semidiosa capturada, para embellecer pequeños parques urbanos, oscurecidos de hollín y patinados de verdosa humedad porteña.

Ya en casa, busqué el mejor lugar para lucir a mi esclava. Lo encontré entre dos pinos jóvenes y un sauce, cuya función era reverdecer las grises paredes vecinas.
Preparé un adhesivo instantáneo para exteriores y unté su base, calzándola sobre un pilar blanqueado a la cal, y que iluminaba de un nácar dorado la grama por las noches. Y, finalmente, con mi escultura entronizada, pasé un momento observándola en detalle bajo la sedosa luz lunar.

Meses después de aquel momento, alguien del barrio me habló sobre los lamentos que escuchaba en las madrugadas. No le otorgué demasiado crédito. En los pueblos abundan las habladurías.
Pero aquella noche, me costó dormirme. Había leído algunos cuentos de terror de Lovecraft. Cualquiera pensaría que habría sido a causa de ellos. Más aquella misma jornada, con los sentidos aguzados y susceptibles, creí oír los quejidos. Quería ver el terreno completo y subí las escaleras hacia la habitación de arriba. Abrí las cortinas apenas para espiar hacia fuera.

Sigila..., era ella, en tamaño natural, de carne y hueso, bamboleaba su mujerío abundante luchando por zafarse de sus ataduras. Era impresionante, hermosa en extremo, luminosa como una perla. Gemía, se lamentaba al caminar en pasitos acortados por las limitadas cadenas. La luz de la luna fulguraba en el nácar de la piel, lisa como un lago helado, pero a la vez flexible y maleable como el metal más precioso.
Bajé atolondrado, enloquecido, tropezando con mis propios pies. Abrí la puerta con violencia y musité sin aliento:
¿_Quién eres?
_Libérame!–gimió asustada
Se dio vuelta frente a mí desplegando una brisa perfumada de jazmines o gardenias, ondulando su cuerpo entero, sacudiendo su cabello y yo, sin saber qué hacer sólo atiné a tocar la cadena que unía ambos brazos. Y así, sin más, ante mí sólo tacto, se soltaron y ella quedó libre.
Volvió a girar sobre sí misma y me dijo
-Sabes quien soy, me llamo Sigila –rió una cadencia de palabras perladas que fluyeron de entre sus carnosos labios de talco.
Luego se acercó a mí y adivinó mi temblor ante lo desconocido de su exótica presencia en mi casa. Levantó su pequeña mano y acarició mi mejilla, luego posó sus labios sobre los míos y lentamente se apretó a mí. Noté una piel cálida, un beso casi humano, saborizado de romero y salvia y mi virilidad evidenció la presencia de la voluptuosidad de sus redondeces, blandas en algunas partes y turgentes en otras. Ella rió, como única respuesta a mis sensaciones, separándose divertida.
De pronto, habló:
_Necesito ir con el escritor, déjame buscarlo –susurró
¿_Qué escritor? –pregunté, deseando haberlo sido
-Lovecraft –musitó suavemente

Yo no podía creer lo que oía. De pronto ella se encaminó hacia la puertecita del sótano.

-Allí –indicó con un dedo fino y alargado
-Él me necesita –gesticuló suplicante

La curiosidad ante todo este episodio me estaba picando como una urticaria empecinada. Abrí con la llavecita la puerta para ella, pero diciéndole que allí no encontraría más que trastos viejos acumulados por años. Ella no hizo caso y me siguió, bajando la escalerita en la semioscuridad.
Prendí el farolito que iluminaba el subsuelo de la vieja casa y ahí, como yo lo pronosticara, sólo había petates en desuso y suciedad. Pero ella aseguraba que allí estaban su escritorio, velas, pluma, todas las cosas del viejo narrador. Pidió permiso para quedarse allí a esperarlo hasta que él volviese. El mohín de sus ojos pedigüeños me hicieron aceptar su solicitud enternecedora.
Ella se sentó en un rincón y me dijo que me fuera, que no me preocupara, que durante el día ella seguiría en su lugar y jamás me molestaría.
_Apaga la luz y vete –me dijo con rostro agradecido.

Eso hice, desconcertado. Bajé el interruptor y dejé la penumbra junto a la bella y me fui convencido de haber vivido un sueño.

Al día siguiente subí a mi auto para ir a mi trabajo y le eché una mirada de soslayo a mi esclava. Allí estaba, pequeña y radiante a la luz del sol. Me fui.
A la vuelta, vine muy tarde, cansado y con aquel suceso presente en mi mente, con ganas de revivir el estado onírico y fantasmal del día anterior.
A eso de las doce de la noche, bajé al subsuelo. Iluminé la habitación y ella se acercó a darme un suave beso en la mejilla. Dijo que él no había venido aún, que ya llegaría a reunirse con ella.
Yo pensaba en aquel extraño sueño que volvía a reiterarse aquella noche.
Quise que aquel estado se prolongara. Me quité el peso de pensarlo como una realidad dejándome llevar por el instinto. Intenté besarla, hurgar en la pesada manta que rodeaba sus glúteos globosos. Ella no me permitió hacer nada de eso. Se liberó de mis manos incoherentes. Huyó de mí con mirada escandalizada. Ella dijo ser únicamente de él, por el tiempo que él la necesitara.
Quedé perplejo, con las manos vacías, pensando en el placer que ella no quería darme, y preguntándome el porqué, si ella era únicamente producto de mi imaginación. O acaso no lo era?

Varias jornadas pasaron sin bajar al sótano. Una tarde al llegar del trabajo, vi a la empleada doméstica limpiando los restos de lo que fuera la estatua. No me dio explicación alguna, simplemente me dijo haberla encontrado así. Destruida. Sólo trozos de Sigila.
Esperé hasta la medianoche, algo apenado por no tenerla, por la sombra que ya no proyectaba su cuerpecito en el verde gramillón. Pensaba en ir a aquella tienda a ver si tenían más de aquellas estatuillas. Una vez llegada la hora, bajé. No quise pensar en que ella volviera a rechazarme. Si yo la soñaba, ella debería satisfacerme, después de todo era mi creación.
Abrí la portezuela contando mis pasos. Encendí la luminaria amarillenta de los bajos de la casa. Bajé uno a uno los escaloncitos hasta el espacio que estaría como siempre, cubierto de cosas inútiles. Pero lo que vi allí no fue producto onírico ni de mi imaginación. Fue algo que aún hoy me pregunto si fue o no realidad.

Ahí abajo había una inmensa biblioteca con libros antiquísimos, incunables, volúmenes inmensos, pequeños, de todo, incluso manuscritos enrollados y atados con lienzos color sepia. También observé una mesa amplia y abarrotada de papeles manchados de tinta, escritos y borroneados. Una pluma, un tintero y todo iluminado con un candelabro de hierro y varias velas sobre platos, chorreando hasta el suelo algo así como estalactitas de una cera amarillenta y gomosa. Las paredes brillaban con una intensa humedad mohosa. Y allí mismo, en la silla junto a la mesa estaba la pareja.
Ella, Sigila, sentada sobre las rodillas del hombre. El viejo escritor al que ella se había referido. Se besaban apasionadamente. Ella lo provocaba, pasando su lengua blanca por su cuello y orejas. Luego lo envolvía con sus piernas largas y ya ni siquiera llevaba la chalina gruesa cubriendo parte de su sexo. Nada. Ella era toda piel blanca. Toda cabello rizado. Toda belleza lunar en la galaxia de su pequeño universo de amor. Él respondía como un loco, enervado, arrebolado, sudoroso, enloquecido de amor. Repitiendo incansablemente: -Sigila, mi musa –con arenosa voz enamorada.
No puedo negar que la envidia me volvió irascible y estuve a punto de gritar. Pero me di cuenta de que mi mundo no era el suyo. Me di vuelta y corrí. Llegando hasta el medio del jardín, me detuve, tomé aire y entré a la casa. Me metí a la cama. Pensé largo rato en todo aquello. Al día siguiente repondría la escultura. Seguiría con mi vida, y por un tiempo trataría de no bajar al desván. Sí, eso haría...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Fantástico Marta, me encantó!!! Fui yo que no me fijé bien en el link, jeje! Me gusta mucho como manejas este tipo de relatos, además de que por supuesto es mi género favorito... Saludos!

Anónimo dijo...

No te puse: Lalav. Saludos!