sábado, 2 de mayo de 2009

El Ultimo dìa del verano...

“Viernes, 20 de marzo de 1998”

“Aguas Verdes veinte kilómetros”, decía el cartel. El cansado rugido del motor de mi auto pareció insuflarle vida al hombrecito al costado del camino. Se puso de pie y me dirigió un gesto con el dedo pulgar de su mano derecha. Pasé a poca velocidad y no pude evitar observarlo. El joven al ver que me alejaba, se agachó, mimetizándose con los dorados ocres de los cultivos que tenía a sus espaldas. Desapareció. El espejo retrovisor se limitó a mostrarme la otra cara del cartel que no me decía nada.

Casi llegando a mi destino, me dieron ganas de volver a buscarlo. Suponía que, como yo, iría al pequeño pueblo balneario. Después de todo, quizás no tendría que pasar unas vacaciones tan sola en la playa. De nuevo en la ruta, llegando al lugar y en la mano contraria, divisé el auto en llamas. La trompa estaba metida en una canaleta seca y, la cola, apuntaba al cielo. Era una antorcha gigante. El cartel ahora permanecía tumbado, besando el suelo. Detuve mi coche en la banquina. Bajé y crucé la cinta desierta. En unos minutos el fuego fue debilitándose. Sólo quedaron cenizas entre los hierros retorcidos. Del muchacho, ni la sombra. De los ocupantes del auto, menos. No muy lejos, sobre el pasto, alcancé a ver una mochila verde. Nada más. Se me hizo un nudo en el pecho. A mis pies, sobre el asfalto, encontré un pequeño álbum de fotografías, de esos que se regalan en las casas de revelado. No se por qué lo metí en mi bolsillo y fui a buscar un puesto de policía.

Amanecía el sábado en Aguas Verdes. Al abrir los ojos lo primero que divisé fue el mar. Oí su arrullo triste y volví a dormirme. Cuando finalmente me desperté, sentí la caricia del sol metiéndose con sus calientes manos bajo las mantas de mi cama. Obligada a levantarme, fui a la playa. Seguro que el mar no me atraería. Finalizaba un verano muy poco cálido aunque el sol se deleitaba abrasándome. Seguramente no me dejaría dormir aquella noche. Me ardería la piel con su recuerdo.

Desparramada sobre la reposera, recordé el álbum de fotos. Lo busqué. Estaba en el bolsillo de la campera, doblada a mi lado. Lo abrí. En la única fotografía existente se hallaba, de espaldas, el mochilero que viera en la ruta. Supe que era él por su cabello rubio, largo, por el cuerpo espigado y la mochila verde. En un segundo plano, se distinguían veintiocho muchachos bañándose, saludando y gesticulando alegres en la orilla. A su derecha, se veía la misma escollera que tenía a mi lado en ese momento.

Al darla vuelta, pude leer en letra de niño “Egresados 97”y una larga lista de apelativos masculinos: Seba, Andy, Nahuel, Fachu, Gaby... Inquieta, regresé al departamento. No podía dejar de pensar en la triste suerte del chico del camino. Si lo hubiera levantado en aquel momento, habría tenido la oportunidad de conocerlo, de prolongar su vida. En los vacíos veintipico de años que llevo vividos, sin haber conocido el amor, quizás hubiese sido la respuesta, tan joven, tan puro. Posiblemente tampoco hubiere sido amado todavía.

Por la noche comí casi a oscuras. Desengañada. Hastiada de entregarme y ser burlada. Pensaba que era mejor estar así, sola. Decidí abandonar la búsqueda incesante llevada a cabo desde la escuela secundaria. Me propuse aprender a vivir conmigo misma, sin provocar relaciones que terminaran en escandaletes o escenas cómicas de oficina.

Salí a dar una vuelta. Encaré la calle principal, pero sólo eran tres cuadras de desolación. A esa altura del año yo era uno de los últimos turistas. Me fui a la playa. Casi cien metros separaban las dunas boscosas del mar. Empecé a caminar. La arena era, a esas horas oscuras, como un polvillo de perlas molidas que, al mirar hacia adelante sobre el agua, se convertía en un camino plateado hacia la luna. En estos pensamientos andaba abstraída, cuando lo vi. Era el chico, el mismo de la ruta. Chapoteaba y reía en la orilla intentando correr hacia mí. La mochila siempre colgaba de sus hombros y unos viejos borceguíes se bamboleaban sobre su torso pálido. Cuando llegó a mi lado, sacó del bolsillo de sus vaqueros un ramo de violetas medio marchitas y me lo entregó.

—Para vos —dijo—, me llamo Pablo Marino. Soy el mochilero, te acordás?

—No puedo creerlo —le respondí—. ¡Qué alegría que te salvaste! Pensé que te habrían arrollado. Volví a buscarte y vi lo que pasó... ¿Cómo hiciste? ¿Estás bien? Discúlpame, me llamo Mariana.

Para él yo debía ser una heroína. Tenía mi propio auto, aunque el modelo era anterior al año de mi nacimiento. Era independiente y desprejuiciada. Perfecta por no tener acné y, completamente feliz, por vivir sola (muy a mi pesar) y por ganarme un sueldo (aunque miserable). Me admiraba realmente, cosa que a nadie en mi entorno le hubiera ocurrido. Toda mi vida lo sorprendía y le parecía una aventura increíble.

Su inocencia le hizo jurarme amor eterno. Y le creí.

Tuve que llamar al trabajo, para pedir otra semana de licencia…
Pero llegado el momento, no pude alargar más mis vacaciones y hube de emprender el regreso. Quise obligarlo a volver conmigo, pero él insistía en quedarse para comprar no se qué cosas en San Bernardo. Insistí. Discutimos. Pero al final decidió permanecer allí, y ya no se lo pedí más. La despedida fue un revoltijo de lágrimas, besos, más lágrimas y más besos, como si nunca volviéramos a vernos.

—Cuando llegue te llamo, Mariana —me dijo con su boca arqueada en una semisonrisa, pero con los ojos atardecidos de verdes.

—No, cuando llegues junta tus cosas más necesarias y venite a vivir conmigo urgente. Yo hablo con tus viejos, no tengas miedo.


***

“Domingo, 5 de abril de 1998”

Llegué a Buenos Aires agotada y con una tormenta de dudas en la cabeza. Mecánicamente, pateé la pila de diarios abarrotada en mi puerta, metí la llave y abrí. Mi departamento alquilado me pareció descolorido y vacío. Imaginé su figura en el espejo del hall. Las manos suaves de largos dedos golpeando a la puerta. Y finalmente, mi emoción al recibirlo junto al sol y el aroma de mar que traería consigo.

Preparé café y me dispuse a ojear el diario del sábado siguiente a mi partida, el primero de la torre gris sobre la mesa. Pasaba las páginas sin leer una línea. Sólo pensando en Pablo, el líquido caliente me devolvía de cuando en cuando al presente. En uno de esos retornos, leí el pequeño título con letras oscuras y aquella breve nota:

“Sábado 21 de marzo, de 1998”
Viernes trágico en ruta 11. Tres muertos.
“A veinte kilómetros del balneario Aguas Verdes, un automóvil cayó ayer descontrolado sobre una cuneta. El violento golpe desencadenó el incendio, muriendo carbonizados sus dos ocupantes. Se trataba de un matrimonio de ancianos, Carlos y Ana García, que iba en viaje de vacaciones. Aparentemente, quisieron detenerse a levantar a un adolescente mochilero, que fue identificado como Pablo Marino, pero el vehículo no logró disminuir la velocidad y lo arrolló. El joven, de dieciocho años, murió en el acto. Su cuerpo fue alcanzado también por las llamas.”

3 comentarios:

ALFREDO LEGNAZZI dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Mil gracias Oskar, y sì, uno se pone en pulidor de tècnicas a veces, pero en otros relatos te gana la historia y cometemos errores o digamos, licencias, jajaj. Pero bueno, esto de poner acà lo que uno hace o ha hecho hace tiempo marca, al menos a mì me sirve, el crecimiento que vamos teniendo. Yo, que tengo la cronologìa de mis relatos, veo, al plasmarlos acà, còmo va creciendo o a veces decreciendo, mi calidad (a veces dudosa) pero es muy vàlido como ejercicio! gracias y un abrazo grande.

Marta dijo...

què boba no se ni publicar mi propia respuesta a tu comentario!!! jajajaj estoy para el geriàtrico. bueno, sabè, oskar, que era yo, la de màs arriba, respondièndote y agradecièndo tu comentario.