jueves, 2 de julio de 2009

Secreto de Confesiòn

El verde líquido de la mirada del padre José la había obligado a confesarse cinco veces aquella semana.
Llegaba acompañada de su doncella, una alemana culta, refinada, de cutis blanco y agujereado como la luna.
En aquel joven siglo XVIII, las niñas de buena cuna jamás salían solas, ni siquiera para ir a la iglesia.

Era todo un acontecimiento, toda una experiencia para una moza a punto de caramelo, como ella, llegar a la caseta confesional, arrodillarse, decirle al curita joven, un ¨sin pecado concebida¨, lo más dulce posible. Y a partir de ese momento, comenzar a inventar pecaditos perdonables. Alguna mentira inofensiva, algún arranque de iracundo caprichito. Lo que fuera y, mientras tanto, buscar entre el diamantino enrejado de maderitas cruzadas, los voladores ojitos gatunos, del italiano de Cupertino.

Y cuando los ojos rezaban y la bendecían subían bien alto, parecían tocar el techo del confesionario. Y cuando luego se cerraban y desaparecían, bajo la melena lacia del padrecito, parecían caer desde una alta colina, del color del césped de invierno, a veces redondos y a veces estirados. Era todo un caso, el de los ojos flotantes del sacerdote italiano, que merecía ser contado más tarde a las primas que venían de visita a la casona sevillana.

¿Qué hacía el cura, dentro del oscuro confesionario que sus ojos llegaban al techo? –se preguntaban
Acaso era una broma del joven, que al ver a una igual confesarse, se burlaba, subiendo y bajando de la silla o algo por el estilo? –se rompían los sesos devanando este asunto las flores más bellas de España, sentadas junto al fuego, con sus sedas y encajes desparramados a su alrededor.

Todas reían sorbiendo sus tes y sus chocolates calientes, revoleando rizos morenos, rubios, castaños, y algunas unos resortes inmensos y de un rojo incendiario. Todas idénticas muñecas vestidas a la usanza, con mantones que competían en colores y bordados a cuál más rebuscados.

Pero claro, aún con el misterio sin resolver, asistían prontas a la misa del domingo. A la del mediodía, para tener más tiempo de arreglarse. El padre José, daba los mejores sermones. Era todo ternura, ayudaba a la gente carenciada, a los enfermos, a los perros hambrientos. Desde su llegada, su dulzura había eclipsado a Sevilla, como a las más jóvenes de sus hijas.


Pero aquel sermón de domingo de ramos, el padre José de Cupertino, comenzó la misa arrebolado. Los fieles lo miraban absortos. Todos se asombraban de que tan gallardo varón hubiese tomados los hábitos y se hubiese ordenado siendo tan joven. O al menos así lo parecía.
En los últimos tiempos se había tornado algo rebelde, dejando crecer su cabello casi hasta los hombros. Muchos, envidiosos de su carisma, decían que se creía el mismísimo Jesús.

Pero en un determinado momento, en plena misa, el secreto de los ojitos voladores, fue develado.
El sacerdote, afiebrado, en pleno padrenuestro comenzó a elevarse. Los largos pies del altísimo joven se alejaban peligrosamente del suelo, sin notarlo siquiera. Rezaba como un poseso, sacudiendo la cabellera renegrida y lacia hacia ambos lados y, de repente, se encontró flotando sobre el púlpito, muy alejado de la gente, ya no veía sus caras, apenas escuchaba el murmullo y algunas carreritas de los que los se asustaban y huían.

Pero la joven confesada, seguía allí, junto a sus primas y parientes, mirando absorta a su amor imposible. Al levitante, enamorado de su culto, fervoroso devoto de Dios, y pensó en las tonterías que se había fabulado. Hilillos nacarados recorrieron las manzanas de su cara y sin asustarse, ni huir, ni deprimirse, ni nada, comenzó a rezar y animó a los demás asistentes que aun estaban allí, a hacer lo mismo.
La joven estaba presenciando un momento de manifestación de un amor privilegiado, un amor celestial, un amor que ella supo que nunca podría darle. Y mirándolo a su rostro iluminado, no dejó de rezar, y él devolviendo rezo y mirada, abrió los brazos en cruz, levantó la cara para el cielo y sonrió como nunca lo había hecho antes. Emitiendo una luz opalina, poblada la boca de perlas brillantes, de lado a lado, como dotado de una voz inmensa, cantando vivas al Señor, feliz, como nunca antes se había visto a nadie.

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