viernes, 7 de agosto de 2009

EL LLANTO DEL ÀLAMO (MARTA MENA)

Una ondulada marea crepitante recibió mis pasos asombrados, aquella mañana de agosto.
El álamo habría llorado intensamente la noche entera, acongojadas penas de amor, para alfombrar el patio de esa manera.
Y mientras percibo la triste mirada plateada, desde las alturas de aquel árbol añoso sobre la insignificancia de mi persona, tomo la escoba y me dispongo a barrer las hojas. Con cuidado, con respeto, arrastro silenciosamente sus tristezas y lágrimas, cada tanto miro hacia su copa raleada, de soslayo, temerosa de ofender su magnificencia con mis afanes domésticos de encontrar los escondidos baldosones de cemento que atrapan sus raíces, ésas que sostienen mi casa.
Pero cada tanto me eriza la piel de la nuca, un sibilante suspiro, el hálito aliviado que le produce, mi simple tarea de barrido y embolsado. Como una enfermera necesaria que alcanza un te o vacía una bacinilla, o incluso retira los paños recalentados de la frente de un moribundo.
Funcionales el uno al otro, en mudo y mutuo entendimiento, mientras respiro su aire vegetal y me muevo en la cadencia de sus composiciones musicales de viento y clorofila, tomo conciencia de una existencia espiritual, centenaria, de amor eterno, y de su sabiduría intransferible encerrada durante siglos dentro de un tronco encadenado al suelo de esta casa.

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