Esa mañana mi sentimiento fue abordado por el asombro. No sabía la razón, pero el patio se había llenado de hojas, mas de lo habitual. Era una mañana de agosto y el álamo se había desprendido de gran parte de su frondosa copa, hasta ayer repleto de hojas.
Un clic se hizo en mi mente y advertí que a aquel imponente coloso le había llegado su hora y no me queda otra alternativa que limpiar el lugar y depositar sus restos en una vieja bolsa de consorcio.
Cada tanto lo observo compungido y me siento muy triste. No recuerdo desde cuando esta allí aquel viejo álamo, pero es parte de mi historia, de mis raíces y temo también por mí. El y yo somos uno.
Siento el espíritu de ese ser vivo que tanto significado tiene, que fue testigo de toda mi vida y me siento agradecido.
El es mi vida y lo sabe. Y nos damos consuelo mutuo y tiene conocimiento de toda la historia, confesada tantas veces en mis días de frustración.
Es más que un árbol centenario, es la sabiduría, el amor eterno que perdura a través de los siglos. Es el árbol de la vida, por lo menos para mí.
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