jueves, 16 de abril de 2009

Eva... otra vez.

Eva… otra vez
En el adiós del deseo
De los viajes con los padres recordaba su somnolencia de semidesmayo en el asiento trasero del auto. Sus gritos, las eternas discusiones. Recordaba, también, las suaves ondas musicales de una emisora de radio setentona que, a voluntad, se instalaban en un primer plano sobre las ruidosas reyertas.
Se acostaba con las piernas flexionadas para caber como en su cama y se perdía en los puntos grises del techo del coche. Al ritmo de las melodías, veía pasar veloces postes de luz con estrellas de fondo fijo, todo sobre un rectángulo de cielo oscuro que conformaba la cinematográfica ventana del vehículo. Pero una noche, en una travesía especialmente tortuosa, un suspiro de viento barroso se metió por la ventanilla delantera y trajo un aroma de campo llovido que le hizo entreabrir los ojos y divisar, sobre ella, una sedosa luna arábiga. Las ráfagas de paisaje tenebroso pasaban a velocidad, pero la luna, no. Se quedaba colgada del cielo, brillante, acompañándola.
La añorada mano del padre aparecía de vez en cuando al soltar el volante, para que la frazada que la abrigaba no dejara de hacerlo.
La melena de cobre de la madre se sacudía al ritmo de febriles afirmaciones o negativas. Eva se hacía la dormida, testigo silenciosa, ahora en complicidad con el astro colgante. Ya no tenía miedo, había alguien más que sabía lo que sucedía, eso que nadie más podía saber y que a ella le hubiese gustado no haber sabido nunca…

Hoy…, lejos de aquel tiempo infantil, Eva piensa enfrentarse a aquellos ojos de ébano para volver, de una buena vez, a la vida real, la de ella, la que eligiera décadas atrás.
La habitación parece dar vueltas, aunque no se siente enferma. La intensa batalla cuerpo a cuerpo librada con “La Bestia” el día anterior, le llegaba en flashes mentales de audibles suspiros, oleadas de aroma animal y dolor muscular. Se incorpora, mira a su esposo, lo cubre con la sábana y, al besarlo, la culpa la recorre junto al hormigueo del deseo que ayer, no ha terminado de satisfacer. Después, en el trabajo, está como siempre, pero con la misma culpa prendida al pecho como un pesado broche de cemento.
Al mediodía, como cada vez que le era posible, se sube al falso taxi y se pierde en el enigmático frenesí que la ciudad ofrece a los delincuentes, con aquel hombre imposible.
-OK, si eso es lo que vos querés, la cortamos acá –responde como desinteresado, ofendido, apuntando el hierro candente de su mirada para otro lado.
-Pero te repito que encontrar a alguien que esté en tu misma frecuencia no es fácil, ¿eh? -sigue diciendo, pero los relámpagos de aquellos ojazos temibles aún no la rozan.
Al levantarse, harto del mutismo de Eva que soportó por un eterno minuto, su puño trona sobre la frágil mesa, tiembla el bar del “después”, se levanta y hace desaparecer en tiempo récord la masa increíble de su corpulencia como si se tratase de una imagen virtual.
Cuando está fuera del bar, se sube al auto, lo pone en marcha y por un segundo se queda observando a una Eva desconcertada, aliviada y aún sentada en la mesita de la ventana. Ella devuelve una mirada opacada por el esquivo gesto de sus labios apretados, distintos de los ansiosos que minutos antes retribuían, abiertos, a los oscuros besos de el.
La mujer reconoce algo “familiar” en esos rasgos de tierra adentro, la figura maciza, contendora, la melena abundante, la mirada oculta en un abismo impenetrable bajo las cejas espesas. Las vísceras femeninas se rebelan y piden que lo llame, que corra a su encuentro y lo abrace, que suplique…como ayer. Pero lo deja ir. Sabe que ahora, la tormenta se ha desatado y, de todas formas, con el no hay vuelta atrás.

Los sonidos sacuden la habitación de ella. Dormir se ha transformado en una pesadilla.
-¡Esas manos que me acariciaron anoche, ayer tocaron a otra! –el grito retumbando en su cabeza la arranca del sueño, del auto y de la infancia, una y otra vez.
-¿Qué te pasa, amor? –pregunta manso, como siempre, enlagunados los ojos en miles de verdes.
-Nada, dormí tranquilo, es sólo un mal sueño –le susurra al cielorraso en penumbras.

El coche iba a mil. De pronto, tras una frenada violenta, su cuerpo de niña rodaba hacia adelante y caía detrás del asiento de sus padres. Reptando, volvía a sentarse. Estaban en la banquina, en total cerrazón nocturna. Se sentía mareada. Creía que habían chocado pero no, sólo pararon repentinamente por el fervor de la discusión que ella no quería escuchar. El volumen crecía y ellos parecían no notar la presencia de una Eva niña. Se cubrió las orejas con las palmas de las manos porque los adjetivos lacerantes amenazaban con traspasar las barreras de su voluntad. Luego, los perfiles desencajados, las manos amenazantes, los dedos acusadores, las bocas desaforadas…
Los brazos empezaron a dolerle y cayeron pesadamente, liberando a sus oídos a un lacerante lenguaje desconocido.
-¡La quiero y me voy a ir!
-¡Por la nena, por favor te lo pido, no lo hagas!
-¡Nunca pudiste disfrutar de nada, siempre con tus miedos!
El auto arrancó violentamente y tomó velocidad. A cierta distancia sobre la cinta asfáltica, el caballo cruzaba en trote fantasmal y el resto sólo fueron… giros, ruidos, golpes, chirridos, crujidos y la muerte que asomó su palidez por el parabrisas quebrado y, con sus propias manos de huesos afilados, tomó la vida del hombre al volante, dejando a la mujer y a la hija azoradas…

La espera eterna, en aquel bar…. A los veinte minutos distingue la presencia imponente abriendo la puerta del lugar. Los rayos rojizos que sus ojos emiten lo rastrean todo hasta que encuentran y atrapan a una flamante mujer de cabello corto en llameante ocaso. Los traidores labios, descubiertos, parecen enmudecer por un momento ante lo inesperado de la visión de Eva entre sombras. Lanzan inaudibles destellos ofendidos, muecas violentas que sumergen la culpa en alcohol coloreado.

Otra Eva volverìa a casa aquella noche.
“La Bestia” se había ido.

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