martes, 25 de agosto de 2009

CAPITULO IX, NOVELA COMPARTIDA

-Por Dios, Gompo, despertá¡
-Por Dios, Ángel mío, abrí los ojitos¡ -gritaban desesperadas unas manos blancas y alargadas

Gompo, con pequeños ojos lejanos sólo veía las manos y creía escucharlas vociferar. Luego el foco acercó a la mujer, dueña de esas uñas cortas y color de arena y su gesto preocupado.
Ya no había cabellos lacios ni negros, ni pelucas empolvadas, ni estaba en el Tíbet, ni en el bar Marítimo, ni en la mesa de mármol. Pero no estaba lejos de su barrio El Porvenir, seguía en su Sevilla, aparentemente.
No quería abrir los ojos del todo, todavía. Pasar de nuevo por las atormentadoras ensoñaciones lo molestaba. Sólo quería dormir. Aquel aroma de gardenias lo embriagaba, era real, y Gompo necesitaba un breve descanso de tanta locura. Un descanso en el seno de la tranquilidad de lo que, usualmente, eran sus simples días sevillanos.

-Shh, mujer, calla, estoy bien –susurró guturalmente a la sabana inundada de pecas anaranjadas, que se estiraba, casi sin pliegos, sobre la manta de piel de vicuña.

Gompo se decidió, a intentar admirar, el paisaje a su lado, aún con los ojos más orientales que hubiese tenido jamás. Y lo hizo. Era un panorama conocido, con pocos accidentes, casi una llanura pampeana.

-Mmm, mi niña –musitó debilitado

Acercó los labios a lo que encontró más cerca de sí. Una areola rosada, un vertedero de tibia leche ausente. Puntiagudo, al roce la lengua, más plano y redondo cuando se alejaba para verlo por completo.
Ella, su amante desde que fuera una veinte añera. De sonrisa lánguida en una boca llena de dientes de cuarzo cincelado. Lo miraba, demasiado felina, lejana, altiva, segura de sí, desde la experiencia que le otorgaban casi tres décadas y media de compartir con él su intelectual sapiencia y una mullida cama.
Gompo pensó que un Boticelli renacido la había pintado ese día. Yaciendo de costado, estirada cuan larga era en el lecho, sosteniendo su cabeza de frondosas llamaradas rojas, desnuda, detenida en el tiempo, posando para un artista muerto hacía siglos. Redondeada, una ¨Primavera¨ saliendo de su concha, con el cabello y la piel sumidos en tonos de blanco, rosado y naranja. A todas luces, suya. Eterna. Casi un lustro semi juntos, en aquella sedosa situación de mentiras disfrazadas, enmascaradas, como aquellas pinturas falsas que circulan por ahí, en el mercado negro.

Y ahora ella, su niña, aunque ya no lo era, lo traía, de nuevo, a la realidad.

-Estuviste soñando como un loco, viejo andaluz –dijo riendo las palabras y sacudiendo su estructura dulce y olorosa al ritmo de esas carcajaditas cristalinas que trastornaban a Gompo.

-Mira, muñequita, no hagáis más preguntas y déjame reposar aquí, en territorio conocido. Parece que hubiera estado tan enfermo que estuve a punto de soñar con el mismísimo Dios y con otras cosas que no quiero contarte -Gompo le suspiró, ya repuesto, la frase dentro de un viento de letras calientes que llegaron a la boca de ella, y la besaron.

Ella calló, supo comprender, había estado a su lado todo el tiempo que pudo, a escondidas, entreverada con otras gentes, sólo para que él sintiera su presencia. Sólo pensando que así podía evitar que Gompo empeore. Pensando en alejar a la tan temida de alrededor de su hombre.

Se sentía feliz ahora. Lo besó largamente en la boca. Lamió una a una las hebras blanquísimas de las sienes de Gompo. Acarició el vientre abultado. Era un campo ondulado, sembrado de finísimos vellos entrecanos. Una sábana arrugada por muchas batallas, unas ganadas, otras perdidas...
Posó sus labios gruesos y flexibles, arrastrándolos sobre el torso amado. Esos besos llegaron a los caminos bajos, ocultos, la ruta de los suspiros. El ocaso de los gemidos del pobre Gompo, que disfrutaba la puesta del sol, en aquella cama de nácar y encajes.
Luego, perspicaz, notó que el hombre se agitaba demasiado y las manos de dolientes dedos anudados empezaron a buscar más. Ella, gran entendedora, montó a horcajadas sobre la pelvis del hombre viejo. Sintió las manos ajadas prenderse a sus muslos húmedos. Y comenzó a bailar. Bailó, sin detenerse, la danza más antigua y hermosa del mundo. De suaves movimientos lentos, subiendo de tono en tono hacia un saleroso deleite andaluz, como a su hombre gustaba. Y bailó y bailó, hasta arrancar gemidos que eran más fuertes que los aplausos de un nutrido público si hubiera sido bailaora. Danzó hasta que los erguidos pechos cayeron con su cuerpo sobre la cara de Gompo y éste exhaló sus más hermosos colores dentro del lienzo de ella, su Primavera.



Gompo se despertó de la relajante siesta pos danza del amor, unos momentos antes que ella. Se quedó muy quieto. Observaba las facciones criollas tan conocidas. Los oscuros ojos almendrados, achinados, de india o de gata. Las pestañas rubias, espesas, junto a la piel blanca y salpicada de lunitas de naranja. Esa palidez propia de las personas nórdicas. Pero luego, por debajo de la nariz recta y fina, aparecían los labios. Tremendos, capaces de todo, tan rosados, tan claros, pero gruesos y exagerados como los de las mulatas. Quizá inflamados de besar en la forma en que besaba, la india colorada, la ¨uruguaya¨, la amazona, la valkiria, o todos los apodos con que la nombraban los contertulios de su hombre.
Gompo recordó, melancólico, cuando ella había sido una especie de Lolita, una niña tentadora, peligrosa, con escasos veinte años, toda ojos, toda boca, ansiosa y volcánica, persiguiéndolo hasta volverlo loco de deseo y de pasión. Aquella que, pasaje en mano, luego de su conferencia en el Uruguay, se le sentó al lado en el avión y luego de tantas horas de vuelo, logró con sus artes de niña bien nacida y de india embaucadora, arrebatarlo contándole de su gran admiración, de su locura por sus pinturas y por sus libros tan loados. Esa que logró confundir su razón con esa melena roja que desparramaba hábilmente sobre su hombro y que tanto hizo, que bajó del avión a su sombra, de la cual ya nunca saldría.

Gompo tuvo que alejarla un poco de sí. Ella había despertado, y consentida por la mirada de él, arrullada por el ansia manifiesta del elevado mástil, había empezado a jugar juegos prohibidos manejando con la boca la proa y comenzando a navegar junto al viejo, de nuevo.

_Vamos niña, deja ya eso, vístete y ven a la tertulia conmigo –le dijo, empujándola suavemente para sacar su verga de la boca de ella.

Ella, con su sensualidad extrema, protestó débilmente y se levantó. Le dijo que lo había extrañado mucho, que la deje jugar un ratito más. Gompo no comprendió pero no le hizo caso. Y se fue directo a la ducha.

La uruguaya lo había acompañado sólo en pocas ocasiones. Los contertulios no la recibían con agrado. Y no era por el tema del pecado ni nada de eso. Ellos no eran ningunos santos. La tildaban de acomodada, de mujer caprichosa, consentida a más de mantenida. Eso enojaba a Gompo porque él consideraba que cada centavo gastado en ella era un pago, una recompensa por brindarle todo eso. Para él había sido un regalo del cielo, toda esa carne, todo ese fuego, todo eso para él solo. Imaginaba la envidia de sus amigos, y era lógico. Ellos yacían entre senos colgantes y eyaculaban dentro de vaginas de momias egipcias tan arcaicas como ellos mismos, una vez al mes.

Ella dibujaba cortos versos de vez en cuando. Lo hacía mientras retozaba junto a la piscina del condominio que Gompo pagaba para ellos. Pero la amazona prefería leer, leer de todo, pero más a fondo los libros de su hombre, para elogiarlo, para mantenerlo a fuego lento y adorarlo como a un dios griego, como él se merecía. Él estaba encantado con esta actitud, claro que no lo reconocía, pero esos festejos de sus obras premiadas... Esos festejos entre los oropeles de sus sábanas sedosas lo encandilaban.

A veces Gompo llevaba los versitos de ella a las reuniones, maravillado con su niña prodigio. Y sus amigos, la despellejaban viva. Burlones, divertidos, criticaban mordaces su estilo naif y romántico. Tenían razón, pero Gompo vivía cegado, enamorado. Y ellos, secretamente, la deseaban.

Cuando por fin llegaron a la reunión en el bar Marítimo, lo hicieron muy demorados. Los contertulios rebuznaron amargados al ver a la amante de Gompo, a su lado, sobresaliendo un par de cabezas sobre la altura del escritor.

-Con razón –le dijo Hermós a Ribera
-Debe de haberle hecho sexo oral al vejete hasta hace unos minutos, la muy puta –replicó Ribera con sorna

Cuando Gompo se acercó, los saludó amablemente sin sospechar estos comentarios, o más bien, suponiéndolos e ignorándolos.

-Hola señores, cómo están? –saludó alegre a todos, la uruguaya

Pérez de la Huesa observaba a la pelirroja desde detrás del mostrador. Ella le hizo un levísimo movimiento de cabeza y el pelado corrió hacia ella, para tomarle el pedido. Anotaba su moka con letra lenta y suave, regodeándose en la calentura que le provocaba andarle mirando el escotazo. Luego regresó, todo sonrisas, hasta el mostrador que le ocultaba la notoria erección.

Ribera sacó un tema, como si nada, y empezó a hablar del último libro de Ernesto Sábato en la Argentina. Habló de su pesimismo extremo, de su vejez notoria. De su permanente adiós. La valkiria no estaba de acuerdo con esto. Extrema admiradora de Sábato, defendió a muerte su punto de vista. Su odio a la masificación de las personas. A la temible cultura televisiva. La apología permanente de la violencia, de las drogas y del sexo como adorno en los programas de televisiòn, usando mujeres bonitas a modo de guirnaldas en un cumpleaños. Ribera y Hermós, la refutaban, la zarandeaban, la vapuleaban con sus rebuscadas palabras, pero Gompo estaba atontado, esta vez ni la defendía, no entendía cómo podían hablar de eso así como así, sin más. Con todo lo que le había ocurrido a él. O no le había ocurrido?. Así las cosas, siguió oyendo, como quien oye llover.

Año tras año cada uno de sus amigos, que también habían tenido sus aventurillas extramatrimoniales, habían pasado noches enteras, como de la Huesa, imaginando la calidad amatoria de la uruguaya instruida. Como a veces la tildaban, socarronamente. Es que luego de ella, no había habido otra para Gompo. Y si bien él siempre había sido reservado con su vida sexual, en varias oportunidades, la parejita había manifestado al unísono las ganas de pasar al excusado. Los demás, pícaros, los habían seguido sutilmente y los habían visto besándose como colegiales, o incluso, un día tormentoso, habían sido testigos de cómo ella, en cuclillas llenaba y vaciaba su hermosa boca con la verga de Gompo. Y el pobre hombre, cabeza echada hacia atrás, respirando entrecortado, como podía, no se percataba de nada. Pero ella, maliciosa, sin soltar su presa, les había hecho un provocativo guiño de sus ojos invitadores.

Ella era puro placer y ellos lo sabían, y aún sabiendo que más allá de sus deslices traviesos, ella amaba a Gompo y lo había amado en esos dulces quince años que llevaban noviando, como decían ellos. Y encima, lejos de vaciar los bolsillos de Gompo, ella había sido su musa, y él, desde que estaba con ella, había escrito lo mejor de su carrera, se había vuelto exitoso, su matrimonio estaba mejor que antes y había ganado los premios más ansiados por todos los escritores contemporáneos. Además, había expuesto una serie de cuadros basados en la Sevilla antigua, y los mismos tenían de fondo, casi había que descubrirlo mirando profundamente el cuadro, el mismo rostro transparente, de una extraña pelirroja de rasgos latinos.


Pero el ahora atormentado Gompo, con su amazona a su lado, pretendía saber qué había sido todo aquello. Todo lo que lo había torturado durante aquellos días u horas o momentos pasados en la más absoluta confusión.

Los cuatro estaban sentados a la mesa de la ventana, el sol sevillano ahora se abría paso brutalmente entre sillas y mesas. Eran casi las doce y media del mediodía. Cada uno frente a su moka cremosa. Permanecían quietos, mirándose. Sólo ella, arrebolada por la febril charla sobre Sábato que más que charla había sido una discusión muy molesta, sólo ella provocaba aún con su actitud. Esa defensa que ponía cuando ya no tenía argumentos, su sensualidad. Pasaba su largo dedo sobre la crema blanca de la moka, lo cargaba. Luego, deslizaba ese dedo encremado sobre sus labios rojos, para pasar la lengua por ellos tomando la crema, mientras entrecerraba los ojos deleitada, como una gata, excitada, mirándolos a los ojos a cada uno de ellos, por deporte.

Gompo rompió el silencio.

-Qué fue todo aquello, muchachos? –les disparó

-Díganme qué pretendían con tanto embuste y por qué hoy pareciera que nada ha sucedido? –siguió acosándolos

-Qué quieres decir, Gompo?-preguntó Hermós, y parecía sincero

-Eso, a qué te refieres? –lo apoyó Ribera

Gompo comenzó a hablar de las alucinaciones, del ácido lisérgico, de la trampa que le habían tendido. Contó lo de su respuesta, como otra trampa hacia ellos, bien tramada por él y de la Huesa. De toda la confusión que había sentido, de su dolor, del sentimiento de traición. Pero como respuesta, Ribera y Hermós, sus amigos, carcajearon locamente.

-de la Huesa metido en algo contigo? En algo en que haya que hilvanar más de dos pensamientos juntos? Imposible¡ -rió Hermós

Ribera miró de soslayo al pobre de la Huesa que intentaba oír lo que decían, apoyado en el mostrador, tomándose una oreja con su mano derecha, ya que le parecía que alguien se estaba burlando de él.

Gompo continuó hablando, no conforme con la respuesta. Preguntó que qué fecha era. Si había pasado ya el concurso. Quién lo había ganado, etc.

Hermós sacó del bolsillo izquierdo de su saco una nota del periódico local. Allí estaba la foto de Gompo, sosteniendo sus gafas, como siempre. El marquito de la foto cortaba educadamente su calva, como él siempre lo solicitaba a los medios gráficos que lo querían tener entre sus páginas.


Y ahora todo estaba más claro. Al menos lo que le importaba estaba claro. En ese momento el ambiente se llenó del perfume de la clara voz de la mujer del cabello en llamas. Ella, tomando con una mano la de él, y con la otra la nota del diario. A toda boca, sonriente, le leía emocionada, la nota.

¨El gran escritor y artista plástico andaluz, el muy sensato y muy ilustre, Don Fulano Gompo luego de un memorable pico de estrés que casi lo lleva a la muerte, salió de la terapia intensiva del hospital central, el viernes pasado. Ya recuperado, el próximo jueves recibirá, junto a su señora esposa, Doña Fulana de Gompo y Mengánez, y a tres de sus cinco hijos, el honorable ¨Poltor de Oro¨ a la mejor comedia andaluza de la última década. Premio que entrega el señor alcalde Don de la Huerta, en nombre de la muy leal y muy ilustre y muy loada Ciudad de Sevilla¨

1 comentario:

ALFREDO LEGNAZZI dijo...
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